La apodaban la Pirinola y casi nadie sabía por qué diablos le encajaron ese apelativo, tampoco adivinaban la razón por la cual fuera tan desconocido su nombre verdadero. Al preguntarle las explicaciones por una u otra cosa, ella evadía el asunto sin la menor intención de agregar argumentos y sin darle importancia a quién la interrogaba; con todo, no conseguía disimular su desagrado cuando pretendían hacerla decir algo sobre la afrenta que sufría, impuesta por el canónigo, Andrés Elías, quien la bautizó en uno de sus viajes apostólicos.
La Pirinola, llegó al pueblo de ubicación cordillerana procedente de su villorrio, en los adentros del Bajo Cauca —donde estuvo desde que se alistaba para la adolescencia—, habitado por mineros, vivientes del lavado de los granos de oro y de las agriculturas casuales; con los años, y por las necesidades, aprendió a moverse en medio de las lides amatorias de paso, cuyas ejecutorias le permitían subsistir malamente esquivando las truculencias habidas en esa ocupación; profesó el oficio en un serrallo clandestino de inopias inclementes y ganó fama merecida por su belleza y, no menos notoriedad, lograda por sus habilidades para las actuaciones en el catre.
Iba a la gallera el Pollo Pinto de Saro Suescún ―en el remedo terroso de parque donde retozaba la gente del caserío―, los fines de semana, los días festivos y durante las fiestas del patrono, San Silvestre, Papa, desde las tardes y hasta las madrugadas; allí, a la luz de los mecheros cebados con petróleo, siguiendo los sones desafinados de una chirimía que maltrataba candombes de data vieja y entre pelea y pelea ―de los gallos―, protagonizaba bailes con movimientos de incitaciones desaforadas; cuando estaba, era el centro de las parrandas. Eso se veía en las invitaciones que le hacían a un trago de ron en cada grupo por donde pasaba, tragos evadidos por ella con frecuencia, fue poca su afición a la bebida; además, desistía de recibir lo regalado para no comprometerse con nadie; quienes la persiguieron para vínculos estables y duraderos sufrieron la frustración rotunda. Fue lejana a las pretensiones de todos.
La Pirinola, viajó a pie desde su caserío hasta el pueblo en la montaña atosigando a un muchacho, al hijo de un finquero con ganados y tierras en la región de donde ella provenía —a Martiniano, Burrode Oro—, quien fue el primero que la sedujo en la noche de un sábado, cuatro años atrás (precisamente por esos años de recién entrada a la pubescencia y durante una temporada vacacional de Martiniano), luego de sacarla a la brava de un baile de garrote donde festejaban el casamiento de una prima. Sometida a los recuerdos del muchacho que la galanteó algún tiempo —y que después se fue sin motivo alguno y sin dejarle un recado, siquiera—, fracasaron todos sus esfuerzos para sustraerlo de sus afectos: esos recuerdos fueron superiores a su elaboración del proceso del olvido.
Ella era de un color como acaramelado, fresco y claro; debía tener unos veinte o veintidós años; su estatura alta, nada común, la hacía sobresalir donde estuviera; esa altura limitaba un cuerpo de proporciones admirables y con detalles lindos: cara de líneas delicadas y hoyuelos en las mejillas, recalcados al reírse; senos de medianía perfecta, erectos, enhiestos, pungentes, retadores… cintura firme y cuello elegante; tenía el cabello liso y a la luz del sol surgían de él tonos acaobados, completamente naturales. Era hija de Malena Payares, una mujerona de cataduras indígenas sobadas por el mestizaje; decían que la tuvo con uno de los alemanes venidos a comprar tierras para el cultivo de la palma africana; ellos, al fin, malograron sus inversiones y retornaron a su país cuando sus vidas peligraban.
Caminaba con movimientos contoneados que retenían los embelesos de quienes la seguían. Su mirada salía de unos ojos aceitunos con expresión inexplicable, por ellos podía verse casi hasta el nacedero de sus angustias; su sonrisa era blanca, alegre y llena. Al hacer las palabras, las vocalizaba con exquisitez y sonoridad encantadoras. De las palabras, tenía un repertorio suficiente, adquirido siendo niña, cuando era mantenida en la casa de doña Claudina Ávalos, su maestra en la escuela; a la señora, normalista graduada, la mandaron a trabajar a ese sitio donde no existía el local para enseñar y ella lo construyó, suplicando limosnas y organizando cuadrillas de trabajo. Recogió a la muchacha después de que rodara por ranchos de los parientes donde compartía las escaseces renovadas; quiso aprovechar sus ganas para aprender y su agrado por la lectura. Pretendió encaminarla hacia la vocación de la docencia.
La Pirinola quedó sola cuando su padrastro y su mamá perecieron en una andanada de la chusma política; aquella represión fue muy conocida por la atrocidad con que la ejecutaron: entraron los secuaces al caserío y despellejaron vivos a quienes tenían en sus listas.
Doña Claudina, la maestra, murió ahogada; la muchacha todavía vivía en su casa. Fue durante una riada que echó el Nechí, cuando la canoa en que venía con el mercado para el lugar de su trabajo, chocó contra la troza de una ceiba; era la tarde de un domingo en un octubre de chaparrones diluvianos, y por tanto trágico. Con ese accidente, la vida de la Pirinola tomó rumbos inversos que la condujeron a los reveses no presentidos ni calculados.
Cuando resolvió salir de su aldea a indagar por Martiniano, a buscarlo en su pueblo, se sumó a uno de los grupos de arrieros de ganado bajero que hacían el recorrido regularmente, así como las caravanas de los desiertos; llevaban lotes grandes de reses y, en animales de carguío, productos de la tierra y también los equipajes lánguidos de los viajeros pagadores por ese transporte y por la compañía que les daban; fueron peones especializados en un oficio transmitido desde sus ancestros: desde niños hacían ayudantías en ese trabajo, aparceros de las fatigas proporcionadas con esas labores.
Para llegar hasta el pueblo gastaron nueve días de caminadas apuradas, más un día descansando antes de entrar a la montaña. Esas eran las jornadas requeridas para ese viaje normalmente, cuando no había molestias en la salud de los viajeros, ni animales despeados, que las aumentaran. Durante el recorrido solo cargaban lo indispensable, lo que cada uno resistía a la espalda, en un talego terciado en bandolera; caminaban a pie limpio o, si acaso, en albarcas de cueros sin desbravar. Arreaban las reses para el consumo en el centro del país donde, quien las compraba, primero las hacía recobrar el peso perdido por el viaje, cebándolas en alguna de las haciendas interioranas.
Quienes salían de las tierras allende al Bajo Cauca hacia el interior, hasta los años cuarentas del siglo pasado, cuando no había carreteras, debían hacerlo en compañía de esos caminantes rudos, entendidos en el aprovechamiento útil de los atajos, sabios en evadir las inseguridades del camino, y con relaciones en todos los morideros del trayecto, donde posaban. La Pirinola viajó con el grupo que lideraba el Ñeque Salcedo, vaquero de muchas campanillas; esa vez partió al recorrido con su cuadrilla en los primeros días de agosto, cuando los vientos eran más frescos y las lluvias más escasas.
Al llegar al pueblo, vivió en el hotelito de mala muerte, en las afueras, era el mismo donde se alojaban los reseros. En una pieza comunitaria con mujeres solas, pasó recuperándose de una bronquitis contraída al pasar por los climas fríos que ella desconocía. Dormían en el suelo, sobre la tierra (donde pululaban las niguas), en esteras de mata de plátano que extendían por las noches y enrollaban por las mañanas.
Los arrieros, testigos de las lagunas económicas de la Pirinola, la eximieron de la cuenta por el servicio de acompañarla en el camino; más bien, le entregaron algunos pesos, acopiados entre ellos, así solventó su hospedaje.
En el pueblo supieron su apodo por los que la conocieron durante la marcha, pero ninguno echó de ver lo de su molestia por lo de su nombre en la crismada.
Después de averiguar por Burro de Oro, el hombre que buscaba, afianzó su desilusión al confirmar su ausencia: algunos meses antes lo enviaron a estudiar al exterior, de acuerdo con determinaciones familiares preconcebidas desde tiempo atrás; pretendían acabar con sus afanes de pisaverde, ya muy notorios. Ahí fue cuando ella decidió «prenderle candela» a los recuerdos y se conformó con desafiar sola los trances de la vida.
Desmotivada para volver a su tierra, la muchacha buscó por el pueblo medios para subsistir, distintos a los modos que estiló en su aldea. Acudió a las fábricas de tabacos donde era común la utilización de las mujeres en el oficio de dobladoras. No se interesaron en ocuparla, no concebían que una joven con tal belleza fuera eficiente en las labores. Se ofreció para el servicio doméstico, pero las señoras se espantaban pensando en lo que sucedería en sus casas con esa mujer hermosa, escapándola de las actitudes deseosas de sus maridos y de sus hijos mayores. Doña Adelina, la dueña del restaurante en el café el Globo, la empleaba entre tardes, pero lo que podía pagarle se limitaba a una comida del día. En alguna cantina trabajó como mesera de vez en cuando.
Vivía en condiciones de apremio desesperante: todas sus necesidades crecían y se complicaban. Estando en esas, apareció Emerio Fierro, sodomita consumado quien, al hablarle, vio en ella posibilidades interesantes para la promoción de su negocio y le propuso que se fuera para su establecimiento en el barrio de tolerancia (para la Parralera, como llamaban el barrio). Esa cantina tenía un reservado en la parte posterior, con habitaciones donde celestineaba las urgencias eróticas de sus coterráneos, con mujeres de diversas procedencias, residentes temporales en el sitio; allí comían y bebían y por las tardes se desperezaban al sol, sentadas patiabiertas en los taburetes recostados contra las puertas del local, mientras llegaba la hora de su quehacer nocturno.
Los clientes se sucedían en ese negocio, los mismos casi siempre; cada cual escogía a la que más casaba con el modelo creado en sus deseos o a la que lo jalaba con la fuerza de los quereres que, tras los encuentros repetidos, el tiempo lo había convertido en su amante.
Desde cuando llegó la Pirinola, la actividad en el establecimiento fue otra cosa, hasta cambió la cara del local con el blanquimiento de las paredes que coincidió por esos días; hubo romerías con curiosos deseosos de conocerla, aunque fuera de soslayo, estimulado ese merodeo por las alusiones hechas desde el púlpito. Los visitantes recalaban multiplicados, luego de regarse la noticia de la belleza y de las habilidades amatorias que adornaban a la recién llegada.
Los timoratos que la emprendían por primera vez, la desdeñaban, le sacaban el cuerpo: al acercarse y al mirarlos se encogían frente a porte tan imponente, temerosos de que no estuviera involucrada en ese oficio; pero cuando abandonaban sus timideces, cuando coronaban sus propósitos, repetían el ejercicio con puntualidad sorprendente.
Entre los apurados por conocerla, sobresalió Ceferino Cuadros, el joyero del parque, que desfogaba su soltería persistente, soltando con frecuencia sus requiebros ganosos en cualquiera de las dos casas de citas eventuales que había en el pueblo. Al lado de las mujeres cortejadas, establecía caricias marchitas y tratamientos frágiles, deslucidos, emparejados con su estampa culiescurrida, regordeta, apocopada y con la barriga colgada; todo, bajo la calvicie que le había perdonado el arrase a unos cuantos pelos, casi sobre la frente y a los lados que, por lo canosos, armonizaban con el bocito peliescaso. Además, no podía tapar su mácula avariciosa. Como buen petimetre, gastaba tiempo acicalándose para presumir de elegante. Los paisanos manoseaban su figura en los comentarios de los corrillos, al imaginarlo con su silueta rechoncha, por ejemplo, al lado de la esbeltez de la Pirinola, en las secuencias de las faenas del camastro.
Ceferino la vio una tarde. Bajó a la Parralera, estimulado por los comentarios que la elogiaban. Tanto lo impresionó que se le agarrotaron las palabras con las que hubiera querido formularle sus galanterías ese mismo día. Entró al salón grande de la cantina. Desde la puerta había esculcado con su mirada todos los lados, buscándola. Se acercó al mostrador y no pidió nada; plantado allí, la ubicó inmediatamente, quedó sorprendido: era distinta a todas; estaba sentada en una de las mesas con la salonera. Compartían algunas risas originadas en lo que departían.
Sonaba en la victrola «Sueño y dicha», cantaban Briceño y Añez un disco repetido varias veces, pedido por la pareja que conversaba en otra de las mesas y que, en cualquier momento, desapareció tras la puerta que daba a las piezas, como la carta de un naipe en la manga de un mago.
Ceferino le daba ojeadas de reojo a la Pirinola, sin saludar a nadie; dio una vuelta por los corredores del burdel y se fue. Definitivamente, en todo el tiempo no pudo apilar los arrestos necesarios para llamarla, canillera que se agrandó cuando lo sorprendió con su mirada.
La figura de ella lo parrandeó durante esa noche. Solo en su cuartucho, no la pudo sacar de entre sus cejas; durmió, nada más, después de la madrugada, con sueño malo.
Dejó pasar una semana. Llegó el día concluyente. Tenía las ilusiones en el magín de sus fantasías, su libido ascendía desbocada; le gastó mucho tiempo a emperifollarse como nunca, completó el desate de sus avideces; desde el mediodía estaba preparado, y en la tarde ––apenas mediaba la tarde––, él ya iba camino de la mancebía, procurando que esa noche nadie lo antecediera.
Tuvo que remangarse los pantalones, los caños todavía corrían crecidos por los empedrados en las calles de los barrios bajos del pueblo, dada la lluvia sostenida, iniciada horas antes; el cielo gris anunciaba más agua, pero nada modificaba el rumbo de sus deseos.
Al llegar, encontró a Emerio, preguntó por la Pirinola y solicitó llamarla para que se la presentara. Al momento volvió con ella. Ella sonreía con picardía atrayente, tenía el pelo cogido atrás, vestía sencillamente, pero los colores resaltaban sus formas y su lindeza. Luego de que los presentaron y quedaron solos, él parecía incapaz de rematar el silencio. Ella lo miraba con interés e indiferencia, mezcla de poses empleadas por las de su oficio, haciendo ostentación de lo que le ofrecía.
––¿Cómo es la cosa con usted, Pirinolita? —le dijo de sopetón.
—¿Cómo así que la cosa, Ceferino? Ceferino, me dijo que se llamaba ¿cierto? —preguntó ella.
—Sí, me llamo Ceferino, cómo no. No, lo que pasa es que yo venía donde usted y quería empezar por preguntarle cuánto me cuesta… usted sabe.
Ceferino tenía encima todos los complejos que le impedían hablar con soltura como lo hacía, en apariencia, con las otras mujeres.
—Muy sencillo, Ceferino. Son veinte para mí por el rato; y diez de la pieza, igual que a todos.
—Ah, bueno… Está bien, Pirinolita. No se hable más. Estoy listo. Entonces, vamos, vamos, pues —dijo Ceferino con los ojos llenos, plenos de la urgente emoción lasciva.
—Pero, Ceferino, venga, una calmita, no nos vamos para la pieza todavía. Sentémonos, conversamos un ratico y nos tomamos alguna cosita. Mire que la tarde está muy fría y va a seguir lloviendo, seguramente ahora no se puede ir para ninguna parte —argumentó la Pirinola.
Ceferino la miró descontrolado, puso al silencio a que atestiguara su impaciencia, sufrió íntimamente el revés de quien no está preparado para afrontar las dilaciones, y se fue contra ella con palabras enrabietadas.
—Vea, Pirinola, o como se llame usted: hasta me da pena por lo que pueda pensar de mí, pero ¡qué carajos! Vea le digo: ¿sabe una cosa? Vea, para no hablar muy largo, yo, nunca, lo que se dice nunca, he acostumbrado celebrarle vísperas a ningún polvo. Con usted tampoco voy a celebrarlas. Dejemos las cosas de ese tamaño.
Y, sin esperar respuestas o disculpas, dio media vuelta y salió a pasos largos de la cantina.
Emerio, el maricongo, que tajaba limones para los pasantes al otro lado del mostrador, lo vio pasar y alcanzó a expresar pasito: «¡Ay, qué pesar, entre estos dos no hubo ligue!».
Ya había escampado, también fallaron los pronósticos del aguacero.
La Pirinola, estuvo en la Parralera varios años, su belleza sorprendente continuó sin menguarse. A pesar de su condición social, no perdió el encanto de exhibir modales agradables y su vestido, siguiendo lo posible de las modas, no se alejaba de las normas pegadas al recato. Viéndola como era, y como se comportaba, fue difícil catalogarla entre las mujeres de vida regalada, de aquellas que hablaba el padre Castañeda.
Algunos de quienes la conocían y la frecuentaban no decayeron en el interés por ella, en tenerla siempre con ellos, en distraerla de la vida promiscua de la Parralera, pero la reciprocidad de sus afectos no había encontrado un motivo que la obsesionara. Jesusito Landinez, el de la Boca del Monte, le hizo todas las manifestaciones de que es capaz un galán de capacidades superiores, la cortejaba a todas las horas y todos los días la esperaba, paciente, mientras ella despachaba a los clientes de su oficio; parecía como el perro que no come y se desvela al lado del corral donde tienen encerrada a su perra en celo. Pero solo hasta ahí llegaba la cosa.
Ya iba estando papanduja la Pirinola, cuando volvió al pueblo, Bienvenido Arenas. Iba de paso, entró a saludar a su familia, tras un buen tiempo alejado de su gente. Era un trotamundos irredimible, conocedor de muchos puertos y ducho en aventuras de toda clase; durante los últimos años andaba por los hipódromos de Centro América y el Caribe al lado de su yegua Mala Cara, animal con características asombrosas para las competencias, con ese equino había adquirido nombre y fortuna, al ganar las carreras donde había participado. Al dinero obtenido, que lo hacía boyar en las comodidades, agregaba una figura con particularidades atrayentes, junto a una experiencia bien curtida en las bregas amorosas. Desde su llegada al pueblo convocó a los amigos de la infancia y la juventud y con ellos hizo, todos los días y por su cuenta, juergas renovadoras de la amistad; retrocedieron en los años y volvieron a los tiempos donde los recuerdos tenían su origen. En la noche anterior al día de su partida, estuvo en la Parralera, atraído por los comentarios que le hicieron sobre la belleza de la Pirinola. El encuentro fue más allá de la sorpresa, era raro que le sucediera eso a él, conocedor de mujeres con todo tipo de linduras. Estuvo con ella hasta bien definida la madrugada. Al comenzar la mañana se hizo a su camino; durante el recorrido, no tuvo pensamientos distintos a los que se encontraban con la figura imborrable de la mujer de aquella noche, nada pudo hacer para deshacerlos; no fue capaz de continuar su ruta y regresó al pueblo, ya casi era por la noche cuando volvió a la Parralera.
Bienvenido, interrumpió por algunos meses los compromisos de las carreras programadas con la presentación de la yegua Mala Cara, todo ese tiempo lo invirtió en satisfacer su obsesión por la Pirinola. Antes de viajar, ausentándose por algunos días, ya había hecho que abandonara la Parralera; durante algunos meses, mientras definía el futuro de sus negocios, la visitó con regularidad sorprendente. Sucedió así su constancia, hasta cuando sus compromisos con la hípica lo obligaban a marchar a Chile, donde enfrentaría una larga temporada de carreras. En la última visita le propuso a la Pirinola que fuera su compañera en ese viaje y después, seguramente, en muchos más.
Desde entonces, desaparecieron del pueblo, Bienvenido Arenas y la Pirinola, se fueron para Chile, eso fue lo que contaban en la casa de Bienvenido Arenas; por allá deben estar todavía ¡Qué va a saber uno!.
Javier Gil Bolívar. Diciembre y 2019.
EXUBERANTE tu relato, hermoso fue copioso en mostrarnos los extremos de estas vivencias, que felicidad me produce esta tu lectura, un abrazo