Debo decir algo. Es a propósito de una foto que, por estos días, Luis Efe, subió a la red, foto que retrata la esquina donde estaba la tienda de don Francisco Vargas, el papá de Lucía, que, obliga recordarlo, fue un paisano a quien le quedaban pequeños los títulos de señor y don por los merecimientos que hizo a través de una vida limpísima.
La tienda estaba situada diagonal al almacén el Martillo; al frente, por la calle San Mateo, existía, por el tiempo de esta pequeña crónica, el café el Silencio (aún funciona) y, en la otra esquina, transversal, el Estanco, donde todavía oficiaba en la dirección, don Alejandro Arroyave, otro señor de señores que llegó al pueblo, vivió en él muchos años y murió en olor de su pulcritud intachable.
Esa foto, pues, está cosida a un recuerdo nacido en esa esquina y en aquella época más que sexagenaria.
Los domingos, los de la Pedro Pablo, cuando eso la escuela en la misma acera de la tienda de don Francisco, estábamos citados para asistir a la misa en comunidad, y con el uniforme blanco. Un domingo de aquéllos, había un borracho, en toda la esquina del café el Silencio, seguramente donde remató la juma, repartiendo monedas a los que se arrimaban a curiosearlo; ya había repartido algunas y en el momento en que llegué ―también a curiosear ―, se sacudía los bolsillos y lo que encontró fue solo algunos billetes arrugados, ya los tenía en la mano. Separó uno de cinco pesos y me dijo: «vaya usté, que tiene cara de persona seria, y cambia este billete. Me trae cuatro pesos y el otro peso lo cambia por monedas de veinte centavos y se las entrega: una a éste, otra a éste, otra a éste y a éste otra (señaló a los que quiso), y deja para usté los otros veinte. Aquí lo espero con los cuatro pesos de la devuelta». Yo salí a las volandas a cambiar el billete en la tienda de don Francisco Vargas ―la tienda de la foto―. Le pedí el favor y me dijo: «Yo se lo cambio, pero tiene que esperar un momentico porque estoy muy ocupado». Empecé a hacer fuerza, a sentarme y a pararme al lado de los cajones del maíz trillado, de los fríjoles, de las papas, muy preocupado porque estaba próximo el toque de la campana en la escuela, lo que en efecto sucedió cuando él se aprestaba a entregarme los billetes y las monedas.
Al recibir el cambio, salí a las carreras y ¡oh sorpresa! vi al borracho solo, estaba aguardándome. Mientras yo hacía la espera adentro de la tienda, había pasado don Manuel Arroyave, mi maestro admirado, hizo una cara a sus alumnos de amigo muy lejano; ellos fueron tras él, regañados por su mirada. Le hice la entrega al borracho de lo suyo y arranqué despavorido (para que no me pidiera explicaciones ni se agrandara en comentarios), con las monedas para repartir; al llegar a la puerta del salón de conferencias de la escuela, oí a don Manuel, que era el maestro encargado de la disciplina, diciéndole al personal: «tengan la bondad de pasar aquí adelante los limosneros. Sí. Los que estaban allí en la esquina haciendo ese espectáculo deplorable, ridículo, triste, lamentable, craso, bochornoso, de pedirle dinero a un borracho. Buscando la plata de un borracho ¡Qué miseria!».
Don Manuel, anotó a los que salieron al frente (ocho o diez que habían recibido monedas antes del cambio y a los que él vio, a los que me esperaban) y a la semana siguiente debieron pagar el castigo correspondiente. Ninguno dijo que yo había ido a cambiar el billete.
Cuando entré con los retardados, fui hasta la fila del grupo porque no habían ordenado la formación general.
Hicimos la formación, fuimos a la misa. Salimos de la ceremonia. Y en el atrio, como era la costumbre, ordenaron disolver la fila. Y más tardaron en dar la orden, que estar a mi lado los cuatro, reclamándome lo que nos dio el borracho; no era posible ninguna disculpa, a cada uno le entregué su parte. Suerte era que no me habían delatado para involucrarme en el castigo que los esperaba durante la semana venidera.
Pero, eso no, la dicha no fue completa. Alguno, durante los días de castigo, le sopló a don Manuel que yo había sido quien cambió el billete. En la próxima reunión de padres de familia, el buen maestro le contó a mi papá todos los detalles. Cuando llegó a la casa, yo ya dormía plácidamente porque nada sospechaba, fue hasta mi cama y mientras me pegaba un sacudón tremendo, me decía:
«¡Muy bonito! ¿Con que usted también es de los que les limosnea la plata a los borrachos?».