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¡QUÉ TRASTEO!

––Ponga, pues, cuidao.  ––Así empezaba mi amigo, Liborio, el arqueo de los acontecimientos de su vida; hacía esos balances, principalmente, los días en que los recuerdos empujaban sus sentimientos.

        ––Lo que le voy a contar ahora fue lo que pasó después de una calamidad familiar muy complicada, la viví estando muy jovencito. Esa fue la primera de las aventuras que me ha tocado pasar en esta vida (que, entre otras cosas, han sido muchas), casi todas atravesando pobrezas dolorosas. Y las de las pobrezas dolorosas no son todas, todavía faltarían aquellas otras a las que les saco el cuerpo para recordarlas porque fueron complicadas y peligrosas. Cuando sucedió lo relacionado con este problema, yo estaba piernipeludito y, vuelvo y le digo, aguantábamos en la casa tiempos muy difíciles, fue un tiempo en que pasamos hambre a lo perro.

        El de hoy, fue el relato de uno de los tantos trasteos que debió hacer, Liborio con su familia en el espacio de los años, todas las veces trataban de buscar un lugar para acomodarse donde empujaran los mejores vientos económicos.

        Habían vendido el entable que tenían en el suroeste, más allá de Urrao consistente en un gran predio con la casa, para comprar cerca a Angelópolis una finca con una vivienda muy buena y con un cafetal que reventaba en la fertilidad; ya había producido algunas cosechas pequeñas, la próxima cogienda sería la primera en la plenitud   de su desarrollo. Los dineros obtenidos con el negocio de la venta en Urrao, los aplicaron todos a la compra de ese inmueble y quedaron en dificultades financieras para conseguir lo requerido hasta que salieran las primeras cargas de café. Las buenas referencias en el manejo de sus préstamos, regadas por la región, les ayudaron a conseguir créditos en los negocios del pueblo, comprometidos, claro estaba, a pagar con la producción cafetera que, como el chisme que se riega por los pueblos, en el comercio ya sabían que iba a ser muy buena; así obtuvieron lo necesario para el sostenimiento familiar y los elementos para bregar la próxima gran cosecha.

       ––La gente de nosotros fue muy numerosa ––dijo Liborio, asentándose en la cuestión que había empezado––, compartíamos la casa y los gastos con dos tíos y sus familias, además de la abuela que pasaba temporadas con nosotros desde cuando murió el abuelo. Para todas partes andábamos juntos, las propiedades eran de todos y los negocios se hacían de común acuerdo. Nosotros fuimos tres familias de tres hermanos. Cuando hicieron ese negocio, yo tenía por ahí once añitos.

       El año iba en el mes de junio y los arbustos ya empezaban a mostrarse vencidos por la abundante carga verde que engrosaba a ritmos alentadores. El optimismo contagiaba a toda la familia. Ahora lo complicado de esa cosecha tan grande sería recogerla, no había otra alternativa que buscar y comprometer recolectores oportunamente. También tenían que planear lo necesario para atender a esas personas, debían comer y dormir en la casa de la finca.

        En julio, algunas aguas moderadas contribuyeron al robustecimiento de los granos y, según los cálculos montañeros, en tres meses, seguramente, sería el comienzo del proceso de la madurez y, paralela, estaría la recolección pronta, así el fruto vendría con buena calidad; los vientos también habían sido muy suaves, en ninguna parte del cafetal se veían granos aventados al suelo.

       Todo agosto transcurrió con vientos dóciles y prosiguieron las aguas mansas que estimulaban la vida de los arbustos gestantes, el brillo de sus hojas participaba de la expectativa ante la madurez inminente, la alegría familiar solamente mermaba cuando se devolvían a pensar en el gran trabajo que los esperaba.

       Los primeros días de septiembre testificaron la aparición de los rojos tímidos que apenas pintaban en los granos; ya podían predecirse, con más exactitud, las fechas probables para la cosecha. Después del veinte de ese mes, algunas aguas deslucidas, como atravesadas, aporrearon algunos arbustos en varios tramos del sembrado donde todavía no maduraban los granos, lo caído no era preocupante. Pero en la noche del veintiocho, que fue domingo, se desató un temporal tan abarrotado con agua, rayos y granizo, que parecía iba a romper los techos cincados de la casa. Los vientos fuertes hacían temblar la luz de las velas promeseras. La abuela que estaba con ellos, prendió ramo bendito y encendió otras velas a la Candelaria; solamente a la madrugada, la lluvia calmó un poco, pero después de las cinco, antes de amanecer, reaparecieron las aguas y los truenos fuertes completados con granizos de buen tamaño que, desviada su caída vertical por los vientos desmadrados, pegaban contra las paredes y desconchaban los encalados; cosa parecida siguió en los siguientes cuatro días de la semana. Cuando lograron salir a palpar los daños, las aguas descontroladas habían hecho tales honduras que hasta hicieron dificultoso el tránsito por los caminos. 

   ¡Fue un desastre! No quedó nada de qué hacer nada. Los arbustos aporreados tenían debajo, en la tierra, sus granos caídos, en desorden, como abortados, untados con el barro, casi todos verdes o algunos apenas amagaban el pintoneo, ninguno estaba tan cuajado para decir que aguantaba la despulpada; las hojas, como perforadas con esquirlas, presagiaban las enfermedades que les vendrían a los cafetos.

     Los mayores de la casa, con las ilusiones canceladas, en decisión obligada, triste y controvertida, salieron a negociar las deudas. Entre los acreedores se repartieron la tierra y los inmuebles. Lo comido por lo servido, dijeron los parientes. De todo, solamente les quedó con qué comprar, unas tierras incultas, sin escritura, ofrecidas años antes, adentro del Samaná, y con qué pagar el trasteo a esa región tan retirada.

       » Entonces, no hubo más remedio –continúo, Liborio, embebido en su cuento–, tuvimos que irnos muy lejos, más adentro de Florencia, un corregimiento de Samaná-pueblo, más allá del municipio de Nariño, tirando hacia el departamento de Caldas. Para ir a esa finca debíamos coger por la Ceja y Sonsón, esa era la carretera por donde se iba a Bogotá anteriormente. Mis tíos consiguieron un chofer con  un camión  escalera, dispuesto para hacer ese recorrido tan largo; en el capacete acomodaron parte del equipaje, la herramienta, el pilón, los avíos caballares y las enjalmas, los bultos con las ollas, una escalera,  los guacales con las gallinas y las camas de madera; en las dos bancas de adelante, en la del chofer y en la que seguía nos acomodamos  los de la familia; quitaron la última banca y ahí le hicieron el campo a  la mula, el único animal escapado del negocio en Angelópolis, después de tener otras cuatro mulas y tres vacas lecheras. En las otras bancas iba el equipaje que no podía mojarse. Para encaramar la mula al carro tuvieron que ir a un embudo, de los usados para marcar el ganado, que había en la Clara, la subieron en reversa porque en Florencia, para bajarla, debían arrimar el carro a una barranca y hacerla salir de frente. Yo creo que nos parecíamos a los israelitas, camino a la tierra prometida.

   » Salimos, pues, de Angelópolis como a las cinco de la mañana de un sábado, el tránsito era lento, se hacía por carreteras destapadas. A favor de la economía familiar, las mujeres habían preparado fiambres que despachamos después del mediodía, en plena carretera… y llegamos a Sonsón, eran más de las nueve de la noche. Ahí fue la lucha para buscar dónde amanecer; al fin, nos acomodamos en la Casa Campesina.

       Oiga, Liborio, ¿y qué fue de la mula mientras dormían?  ––le pregunté.

       ― Esa pobre mula sí que pasó trabajos. Le tocó quedarse toda la noche en el camión escalera. Esos animales están enseñados a pasar un buen tiempo sin echarse y sin encalambrarse, es muy escaso que uste vea a una mula echada. Así aguantó los dos días de la jornada. A ella no le fue bien durante aquel viaje: se marió, vomitó como si hubiera sido un pasajero, creímos que se iba a morir, parecía agarrada por un cólico de torsión. Pero, vea, yo me pongo a pensar, cómo no se iba a mariar la pobre mula, sabiendo que hasta se mariaron mi papá, mi mamá y mi abuelita. No habían montado en carro, en un viaje así tan largo.

      » Al otro día, salimos para el corregimiento de Florencia. Debíamos llegar temprano para continuar a la finca ese mismo día. Pero ¡qué problema! Había caído un derrumbe en la carretera, ahí se nos fue la mañana y, en medio de un aguacero reconcentrao, alcanzamos a llegar a esa aldea después de las tres de la tarde. Todavía íbamos con la mula y los corotos en el camión escalera, ya no pudimos continuar el viaje a la finca. Esa tierra estaba como a cuatro horas de camino. Tuvimos que pagarle pesebrera al animal, conseguir una bodega para el equipaje y un hoteluchito donde pasamos la noche.

       ––Ponga, pues, cuidao ––continuó, Liborio el relato, ya iba por la parte más crucial––: al otro día muy temprano salimos para la finca. Era por un camino que principiaba con una loma fuerte y después seguía por una travesía muy larga, siempre tenía sus canalones; esa parte plana iba por una cuchilla de la cordillera, hacía mucho frio. Caminar cualquier sendero por primera siempre se hace cansón; uno no sabe por dónde va, ni adónde va a llegar, Todos íbamos muy cansados, llevábamos dos noches y casi tres días, durmiendo y comiendo mal. Mi tío, Damián, que había llegado antes a la finca para dónde íbamos, nos estaba esperando en Florencia con seis bestias, en ellas cargamos los corotos; montaron a las mujeres, con nosotros al anca, en otros caballos alquilados.

       » Después de esa travesía que le dije, entramos a un monte oscuro, verde, muy tupido. Íbamos bajando, ya sentíamos un poquito de calor, se presentía el ambiente soporoso de la tierra caliente, estábamos llegando, nos faltaba como hora y media. Y, cómo le parece, adentro de ese monte, ya muy adentro, a mi papá que iba adelante, en la mula traída de Angelópolis, le dio por cortar con el machete una rama medio caída de un árbol, que era un estorbo para el paso, cayó el palo ese, y él se bajó del animal para retirarlo del camino y, ¡atérrese usté!, ahí adentro, en esas ramas, había una culebra enrollada. Él no se dio cuenta y, ¡qué miedo, qué susto tan macho el que tuvimos! lo mancó en el dedo gordo del pie (él andaba a pie limpio). Imagínese el problema tan verraco para hacer devolver ese animal con dos días mal amanecida en el camión, y bien mariada que estuvo, y muy hambriada, porque solamente nos recibió un poquito de aguamiel que le pudimos dar en un balde; y tenerla que hacer dar la vuelta para devolverla hasta Florencia; estaba tan cansada que le daban perrero y se paraba en las patas de atrás, hasta que mi tío, Damián, la logró hacer arrancar; mi papá, montado, la pudo bregar rastrillándole las espuelas por las verijas; nosotros nos seguimos para la finca, él se fue solo, yo estaba muy medianito en ese tiempo. Todavía recuerdo la incertidumbre que sentí al ver salir a mi papá, devolverse para el pueblo, con el veneno por la mordida de esa culebra.

       » Él llegó a medio día a Florencia y principió por buscarle pesebrera a la mula y, después siguió averiguando un curandero para el problema de la picadura. Pregunte y pregunte, hasta cuando le hablaron de uno que había en Norcasia; entonces, consiguió un carro alquilado y se fue para allá, a buscar a ese señor para que le sacara el veneno del pie; ya estaba viendo vidrioso y tenía mucho dolor de cabeza.

      » Bueno, entonces, ya estaba donde el curandero. Mi papá, algo desconfiado, dizque le dijo: «oiga señor, ¿uste cómo me va a sacar el veneno?  ¿así con la boca, nada más? ¿eso no le hace daño a uste?». «No. Precisamente, este trabajo solamente lo hace gente que tenga la boca muy sana, que no tenga muelas picadas, ni heridas entre la boca, ni nada», ― respondió el que lo trataba.

        ––Y cómo le parece ––prosiguió, Liborio, con el relato––, el curandero le sacó el veneno calentándole el pie con un bagazo de caña y al mismo tiempo chupándolo con su boca (digo, la del curandero), hasta donde resistió el calor. Mi papá cuando eso estaba alentadito y cómo la picadura fue en el dedo grande del pie que le dije, aquí por encima del dedo gordo, resistió ese tratamiento sin problemas. 

         ––Entonces, mi papá llegó a los dos días a la finca, montado en la mula, ya estaba más calmada, más alentada. Esos animales son muy fuertes. Esa mula era de silla, nada más, la arrendaron únicamente para silla, no cargaba nada; duró mucho, porque, me acuerdo que mi tío la vendió como al año y medio, hasta muy bien vendida. No, pues, fue tan bien vendida que, fíjese: con esa plata compró dos machos de carga, muy buenos para sacar panela. Esa mula era una belleza de animal, venía desde Frontino, tenía como seis añitos, allá la arrendaron cuando tenía tres años…     ­­––¡Qué trasteo tan verraco fue ese, nos sucedió de todo y casi se nos muere la maldita mula! ––remató Liborio su cuento.

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Publicado enCuentos

Un comentario

  1. Hombre Javier, tus relatos que espero cada vez con más fruición, me hacen transportar a la finca de mi tío político Wladislao Gómez, en la Vereda El barcino de Campamento. Éste último me transportó 55 años atrás y la mula de mi tío de nombre «La yolomba», es la misma que describes. ¡Gracias por darme ese alimento espiritual!. Sabes que te aprecio con el alma.

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