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SE ACABÓ LA LEÑA

Por ahí no es la cosa.

Cómo que atardecía, ya casi pardeaba. Era la tarde de un sábado que había sido con algunas lluvias, pero el sol apostó un toque tardío y la temperatura era agradable. Liborio, ya podía relamerse con las complacencias del descanso después del ajetreo del día que lo regresó fatigado a la casa. Solo, sentado en la banca del corredor, se congraciaba con la tregua, preludio del fin de la semana, aunque el domingo debía salir al pueblo.

    La finca estaba en el suroeste andino, en toda una sierra cordillerana, heredades que han sido de vocación cafetera; hacía siete años que Liborio luchaba con las cosechas librando con su trabajo la mitad de las utilidades.

    Desde un buen tiempo transitaban puntuales por la región los que guerreaban con el ejército. Era un ambiente prevenido, prevalecían los encuentros armados, zancadillas permanentes a las voces que han plañido la paz. 

    ––Oiga, Liborio estamos sin una astilla de leña. No queda con qué hacer el desayuno. Acuérdese que usted se madruga mañana y aquí quedan trabajadores para hacerles de comer. Yo creo que lo mejor es que vaya por un viajecito, aquí cerquita, antes de que se oscurezca del todo, o de que vuelva a llover ––le gritó su mujer desde la puerta de la cocina, en el extremo opuesto del corredor.

    Liborio, atajó el descanso. Era cierto, pensó que no traía leña desde cuando empezó la semana. Mientras vencía la pereza, barajó las alternativas para satisfacer el requerimiento de su mujer. Saltaban en su cabeza las ideas sobre las posibilidades. Así estaba cuando recordó que en la entrada al monte tenía leña cortada y recogida.

   Subió hacia la cabecera del cafetal por la orilla del potrero, el potrero lindaba con la cafetera; ambos: la cafetera como de aquí para allá por el lado derecho y el potrero lo mismo, pero por el lado izquierdo, hasta encontrarse ambos en el alambrado del camino, antes del monte. Eran cómo las seis de la tarde, el cielo con un azul, azulísimo, aguantaba la entronización de la noche, durante esa noche llenaría la luna; aunque era lejitos donde debía ir, regresaría pronto.

   » Anduve rápido (dijo, Liborio, al iniciar el recuento del incidente), necesitaba llegar antes de tener que enfrentar la oscuridad. Llegué al punto, ahí estaba el montón, enfardé la leña, la amarré para terciármela en el hombro; la solivié, era pesada, pero con ella abastecería las necesidades de la cocina por dos o tres días. La llevaría hasta el alambrado donde cogía el camino.

    » Ya iba a alzar el fardo aquel, cuando me llamaron la atención con un chiflido, desde afuera del cercado. Asustado por el silbo en esa soledad, con la noche encima, voltié rápido.

    ––¡Alto, y con las manos arriba! Suéltese el machete, lo deja allá y se viene con las manos en alto. ―me gritaron.

    ― Y ¿quién es usted? –– le pregunté a quién me silbaba.

    ―Eso a usted no le importa ahora. Haga lo que le digo.

    Miró a quien lo requería, vestía de camuflado y lo tenía enfocado con un fusil Galil, parecía que lo había desasegurado. Cuando Liborio estuvo cerca, siempre con las manos levantadas, el de afuera del alambrado le dijo:

    ―Oiga, hombre ¿usted sabe quién soy yo?

    ―Yo que voy a saber quién es usted; cómo puede ser una persona del ejército, puede ser un tipo de la guerrilla –– le respondí, con alguna serenidad.

    ––¿Y usted dónde vive?  ―Volvió a hablarme el desconocido.

    ––Aquí mismo, aquí abajito, en la primera casa que se encuentra aquí bajando, a la derecha. Yo soy el mayordomo de esta finca que ve uste, va de aquí pa’bajo hasta la quebrada.

    ––Ah, qué bien… A usted es al que necesitamos ―dijo el del camuflado.

    ––¿Sí? ¿y cómo pa qué sería? ―le pregunté,

    No contestó mi pregunta, habló de otra cosa.

    ―Oiga: ¿por allá por la casa suya han vuelto a pasar los amigos míos?

    ―Y yo que voy a saber quiénes son los amigos suyos, este es un camino real y a toda hora pasa gente por aquí: pasa la guerrilla, pasa el ejército y de noche pasa toda la clase de gente que camina por este lado. Yo que voy a saber quiénes son los amigos suyos.

     ― Oiga, hombre ¿y usted cómo se llama? ––me preguntó el que vestía de camuflado.

     ― Yo me llamo Liborio de Jesús Londoño.

     ― Liborio…Ah, sí, sí. Oiga, hombre, usted dizque les hizo a los guerrilleros la otra noche una merienda muy trancada allá en su casa.

     ― ¿Quién se lo contó?  ―le pregunté.

     ― Por ahí. No falta quien colabore con las informaciones, 

     » ― Si, hermano ― le respondí al que me detuvo―, en la casa les hicimos una merienda muy buena. Es más, no había ni siquiera comida para darles. Yo les dije que no había nada, que ya era fin de semana y estábamos resteados. Y ellos me dijeron que entonces que bajara una gallina del gallinero para que les hicieran una cena. Yo fui y cogí la gallina, la maté y se les hizo la cena. Por ahí como a las diez y media o once ya estaban comiendo gallina con yucas y papas.

      ― Ah… ¿cómo así? Con que así fue la cosa. Camine, vamos, vamos que mi capitán lo necesita allí arriba.

      ― Oiga, hermano, pero no me lleve así, déjeme llevar siquiera la peinillita, que es que pa yo para venime desde por allá tan arriba a esta hora de la noche, yo solo y sin peinilla por ahí.

      ― Yo si soy bien maleducado ––me dijo el que vestía de camuflado― Vaya, pues, coja la peinilla que nos vamos.

      » Fui y me amarré otra vez la peinilla a la cintura y salí. Caminamos como unos veinte metros cuando apareció el compañero, otro de camuflado, que estaba escondido y a él le entregó el Galil. Me metieron en medio de los dos, yo adelantico de ellos, y subimos por esa cuchilla arriba; y hágale, y hágale. Por ahí, más o menos como a los cuarenta y cinco minutos, si no fue más, caminando por esa cuchilla arriba, llegamos. Cuando llegamos a ese campamento, ya estaban comiendo la comida, eran como las siete y punta de la noche. Y cuando yo vi ese viaje de gente, todos de camuflado, sentí cierto descanso. ¡Ah siquiera es el ejército! ― me dije pa mí, siquiera no es la guerrilla, nada.  Entonces, uno de los que me llevaban dijo duro, pa que lo oyeran:

      ―Vea, mi Capitán, aquí le traemos al mayordomo de la finca de allí abajo, al que buscábamos, él que uste nos dijo.

      ―Dígale que me espere, que apenas comamos lo atiendo.

      » Bueno, entonces yo me senté en un tronco que había ahí cerquita, y ellos ahí comiendo; se gastaron todo el tiempo que les dio la gana. Entonces, después al rato cuando vino el capitán, se acercó donde yo estaba y me dijo:

      ––Oiga, hombre ¿usted cómo se llama?

      ––Yo me llamo Liborio de Jesús Londoño.

      ― Aja… y ¿cómo se llama el patrón suyo?

      ––Se llama José Juaquín Agudelo, pero le dicen Mincho Agudelo.

      ––Ah… ¿y cuántos años hace que trabaja usted en esa finca?

      ––En esa finca llevo como siete años de estar trabajando ahí.

      ––Oiga, hombre, es cierto que la guerrilla llegó ahora quince días a su casa y usted creo que les dio una merienda muy especial, que hasta gallina les mató.

       ―Claro que sí ―le dije al capitán―. ―Como no había nada más que darles; y yo que le tengo bastante miedo a las armas y yo con muchachos chiquitos, y todo ¿yo qué más iba a hacer?  ¿Entonces les iba a negar, o les iba a decir que no, que no les hacía nada, para que me pegaran un tiro y después acabaran con la familia mía? ¿Los problemas acaso son conmigo? Los problemas son de ustedes dos ―el ejército y la guerrilla― y si ustedes llegan a la casa mía y no hay comida y si les puedo matar una gallina, se las mato, y si hay que darles panela para el desayuno o el mismo desayuno también se los doy. Pero yo no tengo que ver nada con lo de ustedes.

     Entonces, ese capitán pensó un momentico y me dijo:

     ––Vea, hombre, Liborio, por franco que es usted, por franco que es usted y por verraco que es usted no lo matamos aquí, pero lo podíamos matar tranquilamente y no valía un peso. De todos modos, yo no sé qué hacer.

    » ––Pues, hombre, seguramente ––le respondí–– pero si ustedes me matan a mi es sin justa razón. Porque es que uno es campesino, que solo busca el centavo para sostenerse y ustedes son los que están persiguiendo la guerrilla y la guerrilla los persigue a ustedes. Es más, esa gente, los que se comieron esa gallina que les hicimos en mi casa aquella noche, me dijeron a mi «Si la guerrilla viene, digo, si el ejército viene y les pregunta a ustedes, que si la guerrilla estuvo aquí, díganles que sí, que ahí vamos caminando adelantico, que nos persigan si son tan verracos y tan machos».

    ––Oiga, hombre, ¿cómo se llama este cañón de aquí, el de la derecha ––cambió de tema el capitán.

    ––Este cañón se llama el cañón de la Montebello.

    ––Y este otro cañón ¿Cómo se llama? –– me preguntó mirando hacia la izquierda.

    ––Este se llama de la Amagaseña.

    ––Y éste de aquí del frente, donde usted vive.

    ––Este es el cañón de la Clara.

    ––Y aquel cañón de allá, el del otro lado, allá más lejos ¿cómo se llama ése?

    ––A ese cañón de allá yo he oído decir que lo llaman el cañón de las Andes.

    ––Eso no se llama el cañón de las Andes. Ese es el cañón del Barroso ––El capitán me pegó una patada.

    ––Oiga mi capitán, pero ¿por qué me pega? Sabiendo que yo trabajo es aquí, en la Amagaseña; yo le estoy diciendo lo que le he oído decir a la gente, yo no busco engañalo. Yo, esos cañones ni siquiera los conozco. Solo les sé el nombre por lo que me han dicho.

    ––Oiga y por donde nos vamos para salir a ese cañón?

    ––Muy sencillo ––le respondí–– Vea, por aquí mismo, por donde estamos se van por esta cuchilla, dan la vuelta por allá, por donde le estoy mostrando y bajan hasta ahí donde hay un puente, cruzan esa quebrada, siguen por el camino y por ahí llegan.

    » Bueno, yo seguí ahí y el militar se quedó callado; entonces, yo seguí muy sereno porque yo soy muy devoto de los santos; mejor dicho, a mí los santos me cuidan y las ánimas benditas también.

     » Y yo seguía fresco, tranquilo, y el capitán volvió a decirme que, cómo me había dicho, me podían matar y que yo no valía un culo.

     » Y yo le volví a decir: pues si usted me mata a mí es sin razón, sin motivos, yo no le he hecho nada a ninguno, ni a la guerrilla ni a ustedes, a nadie le he hecho nada. Yo no hago sino trabajar aquí como un animal y manejo esta finca en compañía.

    » Imagínese que la manejo en compañía y lo que me toca a mí vuelvo y se lo meto a la finca, porque lo que le queda al patrón es la mitad completa, porque lo que me queda a mí solo es para mí comer, para volver a limpiar la finca y ya. Porque hasta del abono tengo que darle el veinte por ciento. Porque si yo me gasto cien bultos de abono tengo que darle al patrón veinte bultos de cuenta mía.

    » Entonces el capitán me dijo:

    ­­―Muy bien, hombre, don Liborio, váyase, pues, para la casa, ya que usted es así tan franco y como tan verraco. Bien pueda irse a dormir tranquilo.

    » Entonces, me acordé que yo le había oído decir a un hermano mío que, cuando estaba pagando servicio, se había dado cuenta que, al pegarle a uno un tiro con un fusil Galil, aquí por las espaldas, esa bala se atravesaba y le botaba a uno todo el pecho, que a uno le botaba como un kilo de carne, de aquí adelante (me señaló el estómago). Entonces, yo salí caminando con la mano aquí en el pecho, como para tenerme el pedazo, porque yo pensaba que ya me iban a pegar ese tiro; por lo menos caminé así como quince metros y después, a correr se dijo.

   » Ya eran más de las nueve y punta de la noche. Los de la casa ya habían salido a buscarme. Llegué al mucho rato a la cabeza del potrero y como ya estaba tan oscuro, cogí casi a tientas ese viaje de leña que había dejado listo, lo cogí así de la punta, como ya estaba amarrado, para jalarlo y bajar llevándolo, así jalado, hasta la casa.

     » Ya iba bajando, casi llegando a la casa, unas seis cuadras antes, cuando sentí un tropel de pa bajo que bajaba, y en esa oscurana tan aterradora. Yo me dije: ¡Virgen Santísima! Cómo fue que me vio algún tipo de la guerrilla hablando con los del ejército y ahora me va a matar este jijueputa.

      Ahí sí, saqué la peinilla y le dije:

     ––Bueno, jijueputa, si no me mataron allí arriba, ahora sí, si uste me va a matar, va a tener que ser voliando, porque ya no me le quedo quieto, así como así, a nadie.

       ― ¡No, no, hombre, no, no me vaya a tirar! yo soy uno de los soldados que había allí arriba, donde usted estaba hablando con mi capitán y vengo para que me preste un galón, necesito llevar una agüita; y para que me regale un parcito de panela para nosotros hacer el desayuno mañana.

     ––Eso si hermano, pero siquiera me habló rápido, porque yo estoy muy azarado y ya cómo que no me importa nada, casi se gana un machetazo con todo el filo.

      Y ahí mismo ese soldadito (tan formal que lo hizo), se alzó ese viaje de leña y me lo ayudó a arrimar hasta la casa. Entonces le regalé un galón grande lleno de agua muy limpia y le di dos pares de panela. Ya, cuando iba a salir, me dijo:

     ––¡Mi Dios le pague! Vea, mañana puede subir por el galón. Allá se lo dejo escondido detrás de los sietecueros.

     ― ¿Subir? cuál subir. Gracias da uno a Dios por salir con vida de un encontrón de ésos.

Javier Gil Bolívar. Noviembre y 2021

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Publicado enCuentos

Un comentario

  1. Eso siempre nos pasa algo campesinos somos el trompo de poner de todo el país todo quién llega a nuestra casa hay que atenderlo sin mirar a quien porque uno es imparcial si no trabaja no come los actores del conflicto es entre el estado y las fuerzas irregulares

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