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UBALDINA CHONTÁ

Este cuento es para contarlo con mucho juicio porque, hoy sábado, día de la Virgen, las brujas después de muertas son espíritus errantes, de maldad implacable, que persiguen a las personas hasta enloquecerlas, si las han mencionado para censurarlas.

     Desde hace mucho tiempo se ha dicho: no ha habido brujas más brujas que las de Ambalema. Pero, para ratificar esta afirmación, hay que tener en cuenta que ellas descendían de las que habían llegado al pueblo a través de los años originarias de la Jagua; desde allá vinieron, allá estaba la mata de todas ellas, eran excelentes; por supuesto, mejores que las Ambalemunas. Su fama –cuando no su presencia–, había corrido por los pueblos recién fundados y se cree que llegaron al virreinato del Perú donde tuvieron nexos hasta con los allegados a la aristocracia establecida en Lima. 

    Con las brujas llegadas de la Jagua, hubo en Ambalema otras tres brujas, españolas de nacimiento (catalanas, para que la exactitud sea honrada), que llenaron los vestíbulos y las cocinas del pueblo con las habladurías abundantes donde despotricaban de ellas; ellas: Anatolia de Ahumada, Lucía del Montero y Leticia Heredia, en la época postrimera de la colonia, venían de la península a establecerse en Santa Fe, después de las muchas trapisondas en  que se vieron envueltas en su  patria,  que las obligaron a auto desterrarse.

     Iniciaron su viaje en Lanzarote, llegaron a Cartagena y rondaron por algunos pueblos; luego embarcaron, donde hoy es  Barranquilla y subieron por el Magdalena hasta el salto de Honda; pero,  cansadas del viaje en los champanes, en una estación de navegación tediosa, decidieron vacacionar en el pueblo dándose algunos días de un buen descanso; allí oyeron los runrunes de las brujas de Ambalema y no quisieron continuar el recorrido proyectado sin conocer el pueblo y, de paso, gastar tiempo para esperar el parto de dos gatas que traían, preñadas en la carabela durante la travesía del Atlántico; viajaron hasta allá, se amañaron tanto que resolvieron probar suerte, allá hicieron su vida, ni siquiera intentaron moverse para ninguna parte; de viejas, murieron en Ambalema.

      Las brujas de Ambalema eran de gran porte; las nacidas en el pueblo, mixturadas entre criollas con mulato, y  las extranjeras entre  española y mulato, fueron de cuerpos delgados con estaturas sorprendentes, cabezas menudas, bocas rasgadas y narices cuasi muy pronunciadas, con andares rítmicos y elegantes; así, con esos atributos corporales, pudieron colarse en todas las condiciones sociales; y, clandestinas como se mantenían, nadie pudo  asegurar cuál de ellas era bruja, cuando de  todas las que hablaban lo era. Hacían sus prácticas a escondidas, naturalmente, y consumaban los rituales más complicados de las artes hechiceras.

     De allá, de Ambalema, fue la Bruja Ubaldina, tal vez la más afamada entre todas las de la caterva que hubo en el pueblo. Fueron bastantes, se cree que de ahí también, como de la Jagua, salieron muchas a volar por el mundo y se implantaron en distintos países, hasta en algunos europeos.

    Su mamá, bruja de La Jagua, la tuvo a los dos años de llegada al pueblo. Decían de la mamá de Ubaldina, Hildarica Chontá, que era muy hermosa; de noches, especialmente en las de las jaranas en el pueblo, volaba desnuda, entre las montañas por donde corre el río Magdalena. Se tiraba en las fiestas y en los bailes y condumios: algunos voyeristas, al darse cuenta que  iba a pasar, salían a espiarla en el cielo por un lado de la iglesia (ahí era donde empezaban las rabietas de las mujeres casadas con sus maridos). Hubo madrugadas en las que la veían sobre la escoba haciendo recorridos exhibidores desde Guataquí hasta la Dorada.

      Recién llegada a Ambalema tuvo amores con Senén Delgado, el padre de Ubaldina, hombre de alguna fortuna hecha con el comercio del tabaco. Decían de él que, la mar de las veces, dormido en su toldillo, llegaba Hildarica y partían juntos a los garitos de Montecarlo, a las demostraciones que hacían las brujas londinenses o a los espectáculos del Can Can en París, lugares donde pasaban noches deslumbrantes. De eso, de los detalles al viajar, Senén, solo recordaba que cuando salían y despertaba, ella le decía: «alevante un poquito los pies m´hijo pa´que no se le mojen», eso era dizque cuando iban a cruzar el océano tanto a la ida como al regreso, a esas horas en que las madrugadas ya iban entregándose a los amaneceres.

    Fue la mamá de Ubaldina, Hildarica Chontá, quien le enseñó los secretos de la brujería: la inició haciéndola dominar el libro de las oraciones al revés y sus formas de entonarlas para lograr los mejores resultados; después la obligó a memorizar el nombre de los ingredientes y de las cantidades, optimizados por su experiencia,  que componían las pomadas, los bebedizos y los menjurjes para usar en las diferentes curaciones, en los encantamientos y en el tratamiento de los embrujados y enyerbados y en los amarres y regresos de amor . Cuando la consideró competente, le hizo entrega del pito, en madera de Jerusalén ––especie de diploma que la acreditaba como bruja––, y que, cuál si fuera una herramienta laboral, lo llevaba a todas partes escondido entre su ingle.

     Ubaldina, muy joven, hizo sus primeros vuelos, luego de haber cumplido con los protocolos y los ensayos dictados en los currículos de la hechicería; hasta su mamá quedó sorprendida por la habilidad de la muchacha para poner en práctica todos los preceptos. Con pocos ensayos, llegó a ser parte de la camada de brujas que, en el pueblo, en Ambalema, brincaban durante las noches sobre los techos de cinc, soltando gritos con alegrías despavoridas.

     Ubaldina participó en  aquelarres muy afamados:  uno de ellos era el que realizaban  con frecuencia en el plan de las Doncellas,  después llamado Patio de Brujas, a un lado del camino a Honda, más allá de la posada de los Lozada, allí hacían los  asaltos a los encomenderos que iban para Santa Fe;  los ponían a dar vueltas, confundiéndolos entre el camino y los atajos, hasta cuando anochecía; tarde, los pobres carteros cansados del trajín, se daban cuenta de haber discurrido todo el día  por los mismos puntos. Cuando a las brujas les daba la gana los largaban de su dominio, importunándolos con un coro de risas atropelladas que los estremecía y los agotaba, hasta obligarlos a regresar a buscar amanecida en la posada donde pernoctaron la noche anterior. Los seguían hasta donde posaran, les tenían preparado todo un ceremonial de picardías para burlarse de ellos. Cuando lograban dormirse esos mensajeros, doblegados por el cansancio, les esculcaban las talegas del correo, iban tras las cartas enviadas por los enamorados; al verificar el contenido, las que contuvieran, contaran o recapitularan actos consumados, comprometedores por afectar las costumbres mojigatas de la época, las entregaban a los amantes de ellas, para que chantajearan a los remitentes.

     La bruja Ubaldina cayó en Puerto Berrio una madrugada cuando volaba por esos lados, al desatarse intempestivamente una tormenta del carajo; ese fenómeno la hizo desviar el curso de su vuelo. Como ya casi amanecía y las brujas solo vuelan durante la noche, aterrizó en cualquier parte, la luz del día la cogió cerca al puerto, no supo dónde había caído.

     Por ese tiempo, el ferrocarril de Antioquia ya hacía sus estrenos. Puerto Berrio borboteaba con gentes, mixturas entre la vida de marinería  aportada por el río  y la de los que manejaban las cargas de los vapores y los trenes; entre esos laborantes, con su vida traviesa, creaban entornos propicios para los eventos hechiceros, brujescos o adivinatorios, allí podían tener acceso bien pagado los practicantes de las artes mágicas; entonces, en ese medio había los estímulos económicos del gran público que fluía entre los itinerarios exactos de las máquinas; todo se  mezclaba entre el ceremonial  comercial y fiestero vivido en las estaciones.

     Cuando Ubaldina supo dónde se hallaba, acató seguirle los pasos a un resero de la hacienda Mala Noche, a Justo Gutiérrez, quien la había pretendido en Ambalema y que la dejó cuando no quiso hacerle algún favor de magia blanca que él necesitaba.

    En el puerto dudaron de su conducta cuando la vieron hacer alarde de sus poderes, estancándole la sangre a un apuñalado, los más sorprendidos pidieron hacerle la prueba del pesaje para comprobar si era bruja. El resultado fue positivo: era bruja. Justo Gutiérrez, intervino y logró sacarla del pueblo al anochecer, antes de actuar los que la pedían para desnudarla y tirarle sal. Caminaron toda la noche hasta llegar a la estación Grecia, donde se escondieron a esperar el tren de seis que iba para Medellín. Cuando salía lento de la estación, lograron asirse al último vagón que era el de carga; fue lo único disponible para transportarse en aquella fuga. Viajaron en la máquina, en Cisneros, al sorprenderlos sin tiquete, los obligaron a descender. Quedaron varados en la estación ferroviaria, aguantaron hambre a lo perro; allí, durante los días que estuvieron, protagonizaban espectáculos atrevidos, la crónica hablada de los escándalos volteó por todo el pueblo; subsistieron de lo recogido entre los pasajeros que salían o llegaban; lo que les proporcionaban los benefactores era más por conocer a los aberrados, en vez de la caridad que pretendían hacerles. Trampeando el transporte, regresaron a los meses a Puerto Berrio, cuando ya caldeaban menos las amenazas.

    Ubaldina estuvo en el puerto por algún tiempo, sin tránsito proyectado para alguna parte, de pronto ejercía como tusona, pero, más que nada, hacía el oficio de casquillera; se deleitaba halagando a los hombres frecuentadores del barrio de tolerancia, utilizándolos para beber de su cuenta las chichas disponibles en aquellos antros de mala muerte, a la hora del encierro desaparecía, burlándose con risas estrambóticas de quienes la pretendían. Por actuaciones de la misma laya se hizo a una cicatriz de charrasca que desde un hombro bajaba hasta medio brazo, propinada por un cotero del puerto cuando le tiró a dañarle la cara.

    Su procedencia de Ambalema, la calidad de su figura y sus repetidas actuaciones de magia, además, de haber salido años antes positiva en la prueba indagatoria, mantenían la duda entre los porteños que la conocían, porque sabían que continuaba ejecutando sus artes de bruja. Viéndola y calificándola así, la mantenían alejada de miramientos y favores.

    Volvió su ir y venir por las estaciones del tren pordioseando alguna comida. Su figura aportaba apariencia arrabalera, pero en el trato ella pretendía dárselas de una mujer perseguida por la mala ventura.

     En la rutina de sus vagancias, en los viajes sin sentido entre los paraderos de las máquinas, veía de vez en cuando a Timoleón Sepúlveda, un hombrecito atalegado, alargado como una sombra, cara de hervido, menuda, con ojos tristones y bozo cuadrado, vestido de pantalón y camisa kakis, habitualmente con un trapo sucio y una llave inglesa en el bolsillo de atrás; campesino, natural  de entre Santo Domingo y Porce, fogonero que era del ferrocarril y que hacía su labor en las máquinas, día de por medio.

      De pronto, los encuentros entre los dos, ocasionales, tomaron mutuo y mediano interés, con entrevistas y satisfacciones periódicas; luego tuvieron las citas con frecuencias reincidentes para hacer noches de bacanales urgentes e impensadas, precursoras de la necesidad de vivir juntos.

     La relación de Ubaldina con Timoleón Sepúlveda acotó para ella una vida de tránsito irregular por el pueblo con desafueros promiscuos, con necesidades y hambrunas atropelladoras, con aventuras y liviandades proseguidas de las amenazas que le asestaban por sus actuaciones ladinas y la cambió por días de menos hambres, sin extravagancias y con algún rumbo.

      Timoleón, enamorado, buscó los medios para hacer su vida con Ubaldina; encontró un rancho, cercano a Cisneros que le cedió un pariente, a media hora caminando hacia arriba de la carrilera; allí, aplicados los recursos a la modestia, fueron a vivir. Era un rancho parado sobre estantillos de sarro con bahareques armados entre guaduas y caña brava y un techo con iracas que, a medias, evitaba la entrada de las aguas. Estaba en una vereda, comunidad de los Sepúlveda, conocidos entre ellos, todos laborantes en lo agrícola. 

      Los días de su trabajo, Timoleón tomaba el tren en la tarde, iba hacia el puerto y en el de seis del día siguiente subía desempeñando su labor hasta Medellín, amanecía en cualquier vericueto cercano a la estación. Hacía el regreso en el primer horario hasta Cisneros donde empezaba su descanso.

     Transcurrió por algún tiempo el afianzamiento de una relación vista por los vecinos como un encantamiento servido por ella para retenerlo; nada obstaba para que aparentaran vivir entre los dulzores del enamoramiento con los ingredientes que la pasión añade; pero, como dice Gabo, «Nada se parece tanto al infierno como un matrimonio feliz»: los celos, las dudas, las agresiones, las reconciliaciones, la repetición de las ofensas, todo completado con  los comentarios recalcitrantes de los vecinos que veían cosas raras en el rancho durante las noches cuando Timoleón iba de viaje. Todo coincidía con que, en esas mismas noches, donde estuviera Timoleón, cuando dormía sentía opresiones en el pecho que lo despertaban casi ahogado.

     Fue adelgazando, llegó a quedar como un pabilo. Los amigos coincidieron en las suposiciones y destaparon tantos comentarios; con ellos lo hicieron aceptar que vivía con una mujer bruja, ni más ni menos. Él, insistió en seguir con ella y prosiguieron los malos efectos aplicados por Ubaldina, seguramente con las tomas que le daba. Continuaron sus vidas, hasta cuando el miedo, consecuencia de la debilidad que afrontaba, terminó por apoderarse de Timoleón. Aquella relación tambaleante, con dudas y malas recomendaciones de los avecindados, llegó a su fin, al sentir más frecuentes las fuertes opresiones en el pecho, eran más tenaces, parecían estrangularlo, esto se repetía cuando amanecía lejos de su rancho. Sin avisarle a nadie, un día no volvió a la casa, decidió irse para Guadalupe en la otra cordillera, al frente del lugar donde vivió con Ubaldina.

    Allá, en la región de Guadalupe, construían el establecimiento para una generadora eléctrica, logró engancharse como obrero en esos trabajos. Los grandes tanques, las tuberías paralelas al salto, las instalaciones para manejar las aguas: era un gran complejo de edificaciones; allí había mucho trabajo, podría distraer sus miedos. Las obras llegaban hasta el borde del precipicio; desde ese punto, se dominaban las montañas del otro lado, donde quedó Ubaldina.

      Laboraban día y noche en las obras. Por las noches, a la hora de la merienda, sentados sobre el muro, con los pies colgando donde empezaba el precipicio, presenciaban el espectáculo esplendente que la naturaleza volcaba sobre el cañón del río Porce. Las tempestades eran el destaque, desde ahí se veía cómo los vientos arracimaban las nubes, favoreciendo el bailoteo de los relámpagos; los ruidos de los truenos lejanos repetían sus matracazos en la gran hondonada y, cuando volvía el sosiego, los silbos del viento suave propagaban una a otra sus canciones como si fueran las cantilenas engañadoras de las sirenas.  Y durante las noches sin lluvia, cuando la naturaleza parecía despreñarse de la luna y de todas las estrellas y, cuando el horizonte era visible, sin máculas hasta donde se interponían las montañas, cuando esas noches, se repetía un espectáculo ofrecido por las brujas que, convertidas en bolas de fuego polícromas que no quemaban nada, descendían rodando por la pendiente desde lo alto de la cordillera, a todo el frente donde construían las obras, montando un espectáculo multicolor que embelesaba y distraía a quienes lo miraban. Timoleón aseguró que dentro de una de esas bolas rodaba Ubaldina, requiriéndolo para hacerle perder el juicio.

    El mes de diciembre trajo consigo noches con resplandores singulares. En ese cañón del río Porce se evaporaban, hasta bien entradas las tardes, las aguas limpias de su corriente calentadas por los soles caniculares de aquellos días.

    Los trabajos en Guadalupe seguían su ritmo regular y en la plaza, donde se amontonarían las aguas para mover los generadores de la central eléctrica, se reunían los obreros de cada turno a las horas de las comidas. Durante las noches, las bombillas provisionales aportaban su luz; en ese sitio departían en los tiempos del descanso, allí era el parloteo que aplacaba el cansancio y mermaba la tensión de los peligros encarados durante los trabajos.

     Era una de esas noches de diciembre y era la hora de la merienda, el ambiente de siempre existía en todos los corrillos de los compañeros que se buscaban para complementar la comida con otro comestible traído por alguno. En uno de esos corrillos, en el habitual, estaba Timoleón; tenían un queso disponible para partirlo durante esa merienda. Venía de la quesería envuelto en hojas de corazón, amarradas con una guasca. Ya disfrutaban de la comida: a él le encomendaron la repartición, llevó el cuajado hasta el volado del precipicio para desaguarlo, quitarle las hojas y partirlo. Eso lo hacía, concentrado también en el peligro del abismo; en el momento idéntico, distrajo su precaución y miró a la montaña del frente, era que bajaban las candeladas de las brujas y le arrebataron el cuidado, descuidó su recogimiento. Alelado en lo avistado, soltó lo que desenvolvía y al perseguirlo fue tras él. Rodó por el precipicio sin forma de asirse a nada. Se oyeron insuficientes gritos, cancelados en pocos segundos por la desmembración del cuerpo, en el oscuro, contra los riscos de la gran pendiente.

      Los que lo buscaron, solo pudieron llegar por la tarde del otro día a los puntos donde encontraron los pedazos del cuerpo de Timoleón Sepúlveda. Fue un rescate macabro; lo hallado estaba a distancias, descuartizado por los golpes durante la caída vertiginosa por el despeñadero. Pero el mayor asombro lo tuvieron al regreso, cuando llevaban los restos mortales para su pueblo: al pasar por las casitas aledañas al río, les contaron que, la noche anterior, a una hora coincidente con la hora de la merienda (y con la aparición de las bolas de candela), sintieron por el contorno, fuertes olores alquitranados o azufrados y después una fetidez, como si fuera la de algún cristiano que se carbonizaba.

      Desde esa noche, nadie supo más de Ubaldina, la bruja aquella que había venido con Timoleón de Puerto Berrio, tiempo después de haber caído en las cercanías del puerto, una madrugada cuando volaba por esos lados. En ninguna parte aparecieron siquiera sus cenizas.

JAVIER GIL BOLIVAR

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