Había olvidado contarles otra de esas historias que han sucedido en la familia de Liborio, historias que él relata con alguna frecuencia, especialmente cuando lo atoran los sentimientos familiares y busca sus desahogos y que, cuando él las cuenta, no veo el momento de transmitirlas a ustedes.
Pónganme, pues, cuidado: cómo les parece que Liborio tiene un sobrino, es un entelerido que se llama Eutimio. Liborio, quien como les he dicho otras veces ―y este dato también lo repito para quienes no lo conozcan―, vive allí, al empezar la falda de don Zoilo, más abajo de donde fue el depósito de la calera de los Roldanes, todavía más abajo del colegio de las capuchinas, en la casa que fue de los Oquendos.
Este Liborio, de quien les hablo, me parece que casi todos ustedes lo han visto, hagan memoria y verán. Por sí hay dudas, les reitero otros datos: es aquel flaquito, langaruto, que llegó al pueblo hace quince o veinte años; que vino como cuidandero de los animales que traía el circo Egred y se quedó aquí cuando se fueron los saltimbanquis; y que, después, organizó su vida con la de Elvirita, la hija de Naborcito; es el mismo que por mucho tiempo ha sido mayordomo en la finca de doña Leopoldina Landinez. De pronto, ahí si puede que lo recuerden.
Ese sobrino de Liborio, Eutimio Sucerquia, que les digo, estuvo de paso por aquí, por este pueblo, en años pasados. Liborio, por cierto, no le paró muchas bolas porque le ha tenido mucho miedo por lo vicioso que ha sido.
A ese, Eutimio, de quien les hablo, hace como cinco o seis años le dio por meterse a aprender cosas del más allá. Toda la vida cómo que le ha gustado esa cuestión; desde muchachito se mantenía con amigos que hablaban de lo mismo, ni siquiera estudió por estar metido en esas inguandias.
Eutimio, estaba muy jovencito todavía, después de que estuvo aquí, cuando en esas vagancias, vividor en Andes que es su pueblo, sin hacer nada útil, le dio por irse por los lados de Tapartó, por allá en el mismo suroeste de dónde son todos ellos, pero mucho más adentro del caserío, como tirando para la región del Chocó; se fue por allá, repito, a buscar a Juvencio Borquez o Bohórquez ―yo no sé―, un viejito bajito, cara de bola, de ascendencia indígena, que tenía fama por toda la región de haber hecho pactos con el demonio y de tener conocimientos exagerados sobre espiritismo. Fíjense que cuando murió ese Juvencio ―hace poquito―, una gallinazada rodeó su casa por varios días; fue el asombro y el miedo de los vecinos. Yo creo que a ése le tocó ser una de esas almas que vagabundean por el mundo haciéndole maldades a la gente, porque ni el mismo Satanás les da cobijo en el infierno.
Por allá, pues, cercano al rancho del duende Juvencio, en esa tierra tan lejana, estuvo Eutimio, y se quedó bastantes días, como si estuviera haciendo una especialización. Con el aindiado ése aprendió todo lo que ustedes se imaginen: hechicería, magias (sobre todo la negra), espiritismo, brujería, artes adivinatorias, lectura de la ceniza del tabaco, preparación de pócimas para enyerbar y desenyerbar, tratamientos amatorios, y muchas otras cosas que uno ni siquiera sabe cómo se llaman, ni para qué sirven.
Cuando salió de esas reconditeces ―como dicen los bien hablados―, estuvo en muchas partes haciendo trabajos relacionados con los conocimientos aprendidos. Fue a Murindó donde, con sus hechizos, enamoró a una fulana del pueblo, muy bonita ella, agraciada, hasta de buena familia; y a los pocos meses tuvo que perderse del lugar porque los hermanos, al darse cuenta que la había enyerbado, estaban dispuestos a volverlo picadillo; después bajó hasta Cañasgordas, donde había, cuando eso, un hervidero de duendes y brujas que celebraban aquelarres con mucha frecuencia; luego se estableció en Frontino, por un tiempo, allá sí que hizo diabluras.
Según cuentan, en todos esos lugares los maleficios y las brujerías fueron por montones. De ahí se les perdió la pista, nada supieron de él hasta cuando al cabo de algunos años, con muchos enemigos encima, dejados en cada uno de los pueblos donde había estado, repuntó otra vez en la casa, mondo y lirondo, siempre con su forma de ser tan rara.
Hasta ahora, hasta cuando supe de este cuento, ha trabajado muy poquito, el tiempo se le ha ido en hablar de todas esas cosas de las magias y las brujerías. Yo hasta creo, según lo que me ha repetido el mismo Liborio, que ya es un brujo profesional, de esos que viajan por el mundo al lado de las brujas, de los de escoba y todo.
Y cómo les parece, pues, que, metido en esa misma vida, hace algunos meses se puso en la tarea de invocar, de hacer la regresión del espíritu de su abuelo, muerto hace varios años; eso lo hizo dizque porque el viejo le hacía mucha falta y quería conversar con él para que le contara cómo era eso de la vida en el más allá.
Pero, lo que yo creo, y lo que ha creído Liborio también, que está de acuerdo con lo que dice la gente, es que por esos días lo habían acosado los remordimientos, por su mal comportamiento con el viejo, con él tenía muchas deudas de gratitud. Cuentan que, en vida de don Cesario (ese era el nombre del abuelo), Eutimio, lo había tratado muy mal y lo había desafiado varias veces.
Pero, vuelvo sobre lo que les contaba, sin decirles más detalles de esa familia que no son importantes. Entonces, para hacer el trabajo que se le metió en la cabeza, Eutimio se fue por el río Penderisco, muy arriba, casi donde nace, a buscar un murciélago con las características que le enseñó Juvencio, el hechicero de Tapartó. Lo cogió con dificultad porque son muy inaccesibles los lugares donde habita ese congénere. En la casa, cuando lo trajo, lo cuidó en un cajón, alimentándolo con pedazos de mangos y guayabas, le dedicó todas sus atenciones hasta la noche de un martes trece, cuando se quedó solo en la finca. porque su hermana Heroína, con la que vivía, estaba de viaje por Andes. Para esa noche que decidió efectuar el rito, tuvo preparados todos los elementos sobre la mesa que mantenían en el corredor del frente de la casa. Le sacó los ojos al murciélago y los pegó en un pedazo de tabla, al lado de ella encendió dos velas negras y, en la mitad, colocó una taza con agua limpia. Tenía avistadas las oraciones en la libreta con las páginas señaladas, ahí estaban esos rezos. A las doce de la noche, o antecitos, según sus cálculos de la hora, con todo preparado, se paró al pie de la mesa, mirando hacia la pared; estuvo un buen rato en silencio. Pasada casi media hora, empezó a decir el sartal de invocaciones que tienen las dos oraciones requeridas para ese acto. (Aquí las tengo copiadas, tal como me las regaló Liborio; tampoco se las voy a decir porque, claro, tampoco es bueno hablar de esas cosas en cualquier parte, sabiendo que ustedes también las pueden enseñar, así las va a saber mucha gente y esto se convierte después en un enredo miedoso).
Entonces, sigo donde iba: rezó, pues, lo que tenía preparado, lo dicho por el método que era necesario para ese ritual, con todas las pausas y las miradas a los ojos del murciélago pegados con dos alfileres en la tabla; hizo las lecturas alumbrado con las dos velas negras que había encendido antes y miraba con frecuencia a la taza con agua a ver si se mermaba, porque dizque esa es la primera prueba de la regresión del alma.
Esperó algunos minutos, remiró la libreta varias veces para asegurarse de haber leído las oraciones propias, y en la forma ordenada por el ritual y, nada que había alguna manifestación del viejo. Cambió la posición de las velas y de los ojos del murciélago, los puso mirando a lo bizco, luego uno más alto que el otro; repitió las oraciones, las recitó al revés, miró el agua de la taza alumbrándola más de cerca con una de las velas, remachó otras tres veces el cambio de la ubicación, y dijo los rezos otras cinco veces: más despacio, más rápido. Todo era entonado de acuerdo con las instrucciones que le formuló Juvencio específicamente para ese acto. Miró para todos los lados del corredor, hacia el patio donde secan el café y asolean la ropa, y nada que aparecía el viejo. El agua estaba intacta.
Decepcionado y echándole la culpa al abuelo por la ineficacia de su trabajo (según Eutimio, en vida el viejo había sido muy terco y caprichoso). Recogió las cosas, botó los ojos del murciélago, dejó una de las velas encendida y, alumbrándose con ella, dio varias vueltas por los corredores de la casa, hasta cuando decidió sentarse en una banqueta que estaba ese día al pie de unas begonias, cercanas a la mesa. Acogió las manos dentro de la ruana, con la cabeza recostada contra la pared, como reflexionando. Así se quedó un buen tiempo, soñoliento.
Al rato, siempre alumbrándose con la vela negra, solo en la casa, fue a su cuarto a buscar la dormida; llegó hasta la puerta y cómo les parece que, al tratar de entrar ¡atérrense, qué cosa tan miedosa! desde la entrada pegó un berrido pavoroso: en medio de la oscuridad alcanzó a percibir al abuelo sentado en la cama. Fue tanto el susto que soltó la vela en ese corredor de tierra y salió despavorido sin entrar a la habitación, ni a ninguna otra parte. Abandonó la casa que está alejada del pueblo, la dejó sola, y lo vieron pasar corriendo por algunas calles como si fuera un quemado ―los que lo vieron no se imaginaron qué le pasaba, ni para dónde iba―.
Desde esa madrugada desapareció, Eutimio. Por mucho que lo buscaron donde los familiares que viven cerca del Tonusco, donde la hermana de Liborio, donde la otra hermana que vive en Anzá; donde su hermano que tiene una tierrita en el Paramillo, nadie supo del rumbo que había tomado; hasta en el púlpito dieron el aviso y no aparecía.
Pasaron algunos días. Vinieron a saber de él como a los dos meses y medio, después de haber suspendido la búsqueda, porque les dijeron que eso era que se lo había tragado uno de esos corrientones que hace el Penderisco, no apreciables de noche. Entonces, supieron de él cuando unos parientes de apellido Castañeda, lo encontraron, medio agüevado, por los lados de una vereda llamada la Vetilla.
Ah, pero qué bueno ―le comenté a Liborio, cuando remató su cuento―, qué bueno, después de todo, uno tiene que alegrarse ¡Gracias a mi Dios que volvió a la casa ese muchacho!
¿Qué les parece a ustedes? Muy bueno que haya regresado ese muchacho, ¿cierto?