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UN ÓBITO SÚBITO

José Arcángel Santa, fue un pariente lejano de Matildita Santa, la misma de aquellos versos que le aplicaron en la inauguración de la carretera a Angostura: “Varose chiva, reventose llanta/, quebrose culo, Matildita Santa (la fuente histórica no es segura, pero viene al cuento el nombre de esa mujer porque su figura se paseó por la vida cubierta con el ropaje de los haceres filantrópicos).

      José Arcángel, nació en una de las que fueron las primeras casas del barrio la Asomadera; todavía no había calles y, cuando las hubo, aquélla quedó atravesada, disimulada en el lote que la contenía. Durante cinco años lo atrajo la escuela, apenas terminando de mudar los dientes lo sedujo la vida andariega y pegó para donde unos parientes en una finca por los lados de Quimbaya en el Quindío; allí, aquerenciado en las fincas con producción cafetera, estuvo hasta cuando se alargó los pantalones y resolvió salir de donde vivía con la parentela a probar suerte en Armenia. Profesó en oficios de diversas calañas. Le alquilaron un toldo en la plaza, los resultados económicos fueron nefastos. De sacristán en la parroquia de las Verdades Eternas, fue despedido porque el cura párroco lo sorprendió friendo chorizos en el incensario. Ensayó como sastre pantalonero, pero después de cuatro años comprobó que con lo que ganaba no alcanzaba a atender sus demandas en las borracheras consuetudinarias, más que, por ese tiempo, empezó a vivir con Diosángela Sepúlveda, experiencia que le duró seis años, de esa juntura no quedaron hijos porque, según diagnosticó el médico, él era muy guevichiquito, como quien dice, inhábil para la procreación; tras los encontrones frecuentes con la mujer que desacompasaron la relación, cada uno optó por los rumbos personales que, al fin, los condujeron al olvido recíproco. En una fragorosa campaña electoral, él tomó su decisión por cualquiera de los partidos en contienda, tras las promesas casi francmasonas que le hicieron, se dedicó al trabajo comprometido con la causa que lo decidió: ofició pegando afiches con engrudo y escalera prestados, repartiendo volantes borrosos, gritando y manipulando electores el día de los comicios. Así colaboró con el triunfo partidista; cuando ganaron, y después de muchos ruegos y amenazas, lo socorrieron con un puesto de citador en el juzgado promiscuo municipal, en esa función quedaron despejados sus desconocimientos de las materias que reclamaban estar en su cabeza para utilizarlas en el oficio que había lagarteado a la brava. No obstante, como la política hace milagros, se sostuvo en el puesto así: milagrosamente. Aprendió a poner los dedos sobre las teclas de la máquina de escribir, lo hacía brincándose toda la ortodoxia de los métodos, a eso le agregaba una ortografía lindante con la barbarie en la aplicación de las normas; la redacción cruda de las citaciones, que le tocaba preparar, eran la prueba de la irresponsabilidad de los políticos con los nombramientos que saldaban sus compromisos. Ese fue el oficio que con los años lo condujo a una jubilación de peculio escaso; pero con ella llevó la vida ayudada por los quehaceres en una chanfaina que se consiguió en la oficina de un abogado penalista que conoció en el juzgado. Así trabajó algunos meses, siendo emérito, hasta cuando los desórdenes de sus gastos acumularon deudas impagables en los sitios donde le daban el aporte a su vivienda y manutención. Perdió la circulación por las calles más importantes del pueblo debido al incumplimiento con sus acreedores; al llegar a una pobreza extrema, tomó la decisión de regresar a la casa paterna ocupada ahora por dos hermanas que trabajaban en casas de ricos y vivían con modestia sin esquivar los aprietos. Abandonó de madrugada la pieza del inquilinato con lo que tenía puesto, dejó sin cubrir varios meses de arrendamiento. Llegó a la Asomadera, desafiando la sorpresa, con los elementos mínimos; cómo el día de su arribo coincidió con el trabajo de sus hermanas, debió esperar sentado en la acera hasta por la tarde cuando regresaron. Puede haber sido por el asombro que provocó su presencia, pero no parecía optimo el ambiente que lo recibió, tal vez hizo estragos en la relación con ellas, especialmente, el silencio durante su ausencia por más de medio siglo. Fueron cincuenta y ocho años sin una sola boleta certificando, al menos, que estaba vivo, solo sabían de él por las razones poquísimas que les enviaba con cualquier conocido. Aquel día del regreso vestía un traje de cachaco color café con rayitas blancas; parecía que el paño había sido volteado porque había inconsistencias en la coincidencia de los colores; corbata roja de bolas blancas, un sombrero café con manchas que denunciaban el uso inclemente por mucho tiempo, por los lados, las patillas muy grises dejaban ver la consecuencia de sus años, tenía la cara abotagada, la estatura cortica requería el remangue del pantalón para que no dejara de empantanar la bota, cuidaba sin ventaja un bosito desmantelado que le aplicaba más números a sus años.

       Rápidamente empezaron a sucederse constantes problemas familiares, ocasionados especialmente por la falta de sus aportes para la subsistencia. Sus dineros de jubilado quedaban cortos ante la frecuencia de sus borracheras. Los conflictos fueron propicios para desahogar todos los sentimientos contra los comportamientos de José Arcángel; las recriminaciones de sus hermanas llegaron hasta el punto de sentirse fastidiadas al dejarlo en su casa cuando ellas salían a su trabajo.

      Para amainar la situación buscó alternativas que lo ocuparan durante las horas del día. Pretendió hacerse vendedor de Chance, pero sus habilidades no estaban en ese tono.  Todas las tentativas fueron infructuosas. Su edad y sus condiciones físicas lo hacían poco atrayente para cualquier oficio. Fue una búsqueda inútil, no obtuvo nada. Después de algunos meses, le soplaron que uno de los escribientes establecidos en la acera del Palacio Nacional estaba vendiendo el puesto con la máquina de escribir, la mesa y el taburete. La negociación fue dilatada varias veces porque él no tenía un respaldo económico que respondiera por la deuda. Con una prima navideña y con la ayuda desdeñosa de sus hermanas completó los mil ochocientos pesos que costó el entable.

      Rápidamente empezó a ejercer su oficio. No tenía ninguna especialidad; capeaba todos los asuntos con liviandad y superficialidad supremas: cartas a los juzgados para apurar algún caso, denuncias laborales por falta de liquidaciones o por liquidaciones incompletas, solicitudes de divorcio, denuncias por fallos en tratamiento de basuras o en el manejo de los animales, sapeada ante las inspecciones por vecinos inmorales, cartas de cobro, compromisos de alquiler y de compraventa y, sobre todo, las cartas amorosas, las que hacen nacer, crecer o terminar los romances.

       Todos los días, menos los domingos, llegaba temprano al café Suez donde pagaba el alojamiento para el menaje de trabajo. Tomaba un café sin azúcar y luego se echaba al hombro sus herramientas. Los días iniciales fueron de poquísimo trabajo. Tardó para conseguir la clientela, cada escribiente hacía respetar la opción de trabajar con quienes había atendido. No era fácil la lucha para prestar un servicio, lo único acogedor era el ambiente de cotorreo entre los escribientes que entretenía todo el día. Llevaba ocho meses en el oficio, ya tenía alguna clientela, especialmente de enamorados que encontraron en él al intérprete perfecto de sus sentimientos. Almacenaba en la memoria algunos modelos de cartas aplicables a las circunstancias de quien solicitara el servicio: las de agradecimiento por los ratos venturosos, las de los reclamos por falsarios o falsarias, originadas generalmente en algún chisme; las de rompimiento de relaciones, esas que tenían prosa, y versos de poetas con poemas de hechuras desgualetadas, y solicitud de devolución de las fotos, que no de los regalos porque eran de él o de ella.

      Damián Ruiz, no había sido cliente suyo. Llegó hasta los escribientes del palacio nacional aquella mañana de un sábado. Recién había venido, Arcángel, con sus bártulos a ese punto de la acera donde despachaba; entonces, le tocó atenderlo. El cliente, por sus reacciones, parecía tragar pesado, dejaba ver que traía el alma partida por algún incidente de la noche anterior. No había dudas de que había bebido, sus ojos tenían huellas de lloros recientes. Era moreno claro, de figura enjuta, manos con uñas burdas que permitían ver su trabajo con la tierra, su boso de pelambre descuidada contribuía a identificar su ascendencia campesina.

        ―Señor, ¿cuánto cobra uste por una carta? ―Le dijo el llegado a Arcángel.

       ― ¿Qué clase carta quiere uste, algo así como para enamoramiento o de despecho?

       ―Si, de lo último que me dijo, eso es lo que necesito, una terminación definitiva.

       ―Por una sola hoja le cobro uno con cincuenta, las demás a peso. Tengo en la cabeza unos modelos muy buenos, muy dicientes; o copio textualmente lo que uste me quiera dictar.  Con lo que tengo, con seguridad la harán arrepentirse y llorar a moco tendido por todo lo que le haya hecho. Así ha sido siempre con los que han enviado las cartas que yo elaboro. Estoy a su mandar

       ―Vea, primero le cuento un poco de lo que me pasa. Yo conocí a Enoris Arteaga, ese es el nombre de la mujer a quien le voy a escribir, hace como tres años; siempre ha trabajado en un café por allí cerquita, por Juanambú. Yo trabajo por allá en las vegas del Porce y vengo a verla y a estar con ella frecuentemente; desde hace tres veces la he encontrado con un paisano que parece que es su novio, anoche me dijo que no podía verme. Yo la he querido mucho, hasta me estaba preparando para sacarla de ese trabajo y llevarla a vivir decentemente. Entonces, yo quiero cortar eso por la raíz. Por eso vengo donde uste a que me haga una carta donde ella se dé cuenta que no soy bobo. Échele cabeza, yo le pago su trabajo.

      ―Eso está bien, cada cual puede hacer de su capa un sayo. Oiga, pero no me ha dicho su nombre.

      ―Tiene mucha razón, yo me llamo Damián Ruiz, para servir a usted, entonces, hágame ese trabajito   ―siguió sentado en el banco donde los clientes esperaban.

      ―Ya mismo, voy a teclear esta carta como yo creo que debe quedar, luego se la leo y buscamos los cambios que uste desee.

       Tardó poco en escribir, el contenido parecía saberlo de memoria y eran pocos los cambios que ameritaba ese trabajo. El caso parecía común, estaba acostumbrado a manejar clientes con el mismo aquejamiento, sometidos a la misma situación. Entre frase y frase miraba al cliente que no dejaba de mostrar una tristeza inconsolable. 

       Terminó de escribir la carta, mientras la leía en voz alta, hizo algunas correcciones con el bolígrafo, fallas debidas al precario estado de la cinta de la máquina, la leyó otra vez y Damián no aportó ninguna corrección, quedó satisfecho, muy agradecido, donde Arcángel le señaló, garrapateó su firma. Algo parecían aportar a su consuelo esas palabras que le decían unas cuantas verdades a Enoris; le pagó espontáneamente dos pesos por el trabajo, se despidieron, Damián le dijo que de pronto, de acuerdo con el comportamiento de ella, volvía por otros trabajitos.

         Eran como las ocho y veinte, Arcángel, había despachado al cliente satisfecho con su carta; encomendó sus haberes de trabajo al compañero escribiente de al lado, tomó el vaso de plástico de su dotación y salió al café  Suez a comprarse el tinto habitual de la mañana que traía para sorberlo, paseándose por el frente de sus compañeros durante un buen rato cuando no tenía trabajo. Esta vez hizo lo mismo, hablándoles chacharas a sus compañeros, surgieron los comentarios políticos, los de la vida criminal del mundo bajo, agregaron chistes y anécdotas del cartapacio imaginario de cada cual. Estaba bien sazonada la conversación con risas y carcajadas y con volteadas de José Arcángel hacía la calle para admirar a la fémina que pasaba; en esas, cuando hablaba, cayó, encima de él, alguien que, probablemente, se lanzó desde la terraza del palacio, fue un golpe fulminante.

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Era la época en que los decididos por el suicidio, víctimas del stress o de los desengaños, aprovechaban la facilidad del acceso a la terraza del palacio nacional para consumar el remedio contra sus aflicciones. Aquel día, cuando llegaron las autoridades a los levantamientos de los dos cuerpos, comprobaron la muerte de José Arcángel aplastado por el suicida, Damián Ruiz. Era él, porque en el bolsillo de la camisa, debajo de la chaqueta, le encontraron la carta escrita para Enoris, minutos antes.

JAVIER GIL BOLIVAR. Octubre 31y 2022

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Publicado enCuentos