Mi papá, quizás pensaba que, de pronto, yo podía tener vocación de abogado o que, en una situación crítica, me podría ganar la vida como tinterillo, escribiente de un juzgado, mecanógrafo en la acera del palacio nacional o como chuzógrafo anodino en cualquier pueblo pequeño; pero para eso, decía él, era necesario, primero que todo, aprender a escribir a máquina correctamente.
Estaba en los primeros años de bachillerato y él, acucioso como era, un domingo le montó guardia al hermano Efrén para solicitarle un puesto en las clases de mecanografía que dictaba en el colegio, al salir de la jornada de la mañana y por la tarde.
El hermano, le dijo que en ese momento todas las máquinas disponibles estaban ocupadas, pero que no dejara de preguntarle porque la primera que resultara sería para mí.
Así transcurrieron algunos meses y mi papá no perdía la oportunidad para recordarle al hermano lo de las clases de mecanografía. De pronto, lo llamó y le dijo que estaba disponible la máquina, que podía empezar el lunes. Las clases me tocaron de lunes a viernes, antes de salir a almorzar, horario en que estábamos los primerizos.
Aquel primer día, llegué al salón asustado pero optimista; el hermano procedió a darme, en un tono sacramental, las instrucciones que debía recordar siempre al estar delante de la máquina de escribir: la forma correcta de sentarme, la posición del cuerpo, la colocación invariable de las manos, la forma obligada de mirar al papel sin mirar al teclado, las teclas correspondientes a cada dedo, la fuerza prudente que debía aplicar a los dedos para no dañar los tipos; en fin, los detalles primarios que obligaba tener en cuenta quien quisiera aprender a escribir correctamente.
Nunca había tenido la cercanía a una máquina de escribir; me decían que el abuelo, que era notario, tenía una para usar cuando los trabajos no eran manuscritos, como se estilaba en la época, me parece que la escondía cuando iba de vacaciones para evitar que yo hiciera cualquier ensayo mecánico que diera al traste con su funcionamiento.
Al estar al frente de la máquina en la clase, aunque el aparato que me tocó ya había cumplido por lo menos dos veces la mayoría de edad, me sorprendió la forma cómo los inventores utilizaron admirablemente los principios mecánicos para la realización de los movimientos que hacia la máquina: la forma como se desplazaba el carro, el movimiento de las teclas convertido en el golpe con la letra en el papel, la tilde, los números, los espacios que ordenaba la barra, muchas novedades juntas. Me llamaba la atención la forma de su trabajo y pensaba en el proceso de su fabricación y en todas las manifestaciones religiosas, políticas, comerciales y literarias que podían empollarse con el accionamiento de sus teclas.
Pero no había más tiempo para dedicarme a admirar la cuestión mecánica, sino que debía empezar con el primer ejercicio que me escribió el hermano en el papel que ya había colocado en la máquina, se trataba de la palabra AÑO para aprender a utilizar los dedos meñiques aplastando las teclas de la de la letra A y de la Ñ. Fueron varios días en que el hermano revestido con la paciencia del santo Job me ayudó a hacer que mis dedos aprendieran a tener la mejor relación con esos movimientos.
No fue fácil discurrir por los ejercicios que, al dominarlos, serían la única forma de llegar a recibir en un futuro los dictados sin mirar al teclado.
Siguieron los ejercicios tratando de vencer la torpeza de los movimientos de los dedos a los que le agregaba meneos de los ojos, gestos con la boca o torcimientos innecesarios del cuerpo. Cada adiestramiento presentaba dificultades distintas de acuerdo con el mayor o menor uso que hacía de las operaciones con las aplicaciones digitales.
Un día al llegar a clase, me di cuenta que había fallado la máquina que utilizaba un amigo, al observar el daño y ver la facilidad de la reparación, le dije al hermano:
—Hermano, la máquina de Octavio, se dañó, pero es un daño pequeño. Si usted quiere la puedo reparar.
— Ni riesgos —dijo el hermano—. Hágame el favor y me deja quieta esa máquina. En estos días debe venir el mecánico a corregir todos los daños que haya. Déjela quieta, no la vaya a mover, por favor.
Continué en el proceso de las clases de mecanografía. Era importante la forma cómo los ejercicios iban familiarizándome con el aparato, cómo los dedos aprendían y practicaban movimientos desconocidos por ellos, todo aplicado a utilizar la máquina con toda la ortodoxia que pretendía la filosofía educativa.
Mi papá hablaba periódicamente con el hermano. Los informes, aunque no dijeran que yo era un volador en la máquina, no eran desesperanzadores del todo, decían (los informes) que con un poco de tiempo practicando más podía progresar mucho.
El hermano era un responsable celoso de las máquinas de escribir en su aula, por eso me pareció mucha gracia cuando me dijo que, con mucho cuidado, le hiciera el favor de cambiarle la cinta a algunas de las máquinas, y me dijo a cuáles. Salí muy bien librado de ese compromiso y eso le dio confianza para solicitarme después, apretar una palanca que se aflojó en alguno de los aparatos, y en otra oportunidad me dijo, hacerle una limpieza a unos tipos que imprimían muy borroso. Así fue, hasta cuando el hermano me dio la oportunidad de proponerle tomar una máquina que estaba desahuciada y sacar algún repuesto que podría servir en otra. Siempre le noté algún susto al hacerle la propuesta, pero echando confianza por mis aciertos anteriores, se arriesgó a darme la autorización.
Durante ese proceso, el hermano siempre pasaba como azogado por el puesto donde yo hacía el trabajo, se asombraba viendo el reguero de tornillos, pero en dos ratos, puse a trabajar la máquina que pedía el repuesto. Y la reparación cumplió sus expectativas.
Tal vez, abusando de la confianza del hermano, tomé otra máquina varada y en pocos días volvió a servir con repuestos de la desvalijada. Así sucedió con otras que pude reparar por esos días.
Mi papá se encontraba con el hermano con alguna regularidad para cancelar la mensualidad de la clase y pedir el informe de mi rendimiento. Esta vez el hermano le dijo:
—Vea, hombre, no le voy a volver a recibir esa mensualidad. Ese muchacho se ha encargado de reparar algunas máquinas y han quedado en buen estado de funcionamiento. Estoy seguro que él no va a ser un gran mecanógrafo…y un gran mecánico…tampoco lo sé. Yo le voy a pagar sus trabajos y, cuando quiera, que practique mecanografía a ver hasta dónde llega.
El gran afectado fue el mecánico que pasaba por el pueblo reparando máquinas, perdió ese trabajo.
JAVIER GIL BOLIVAR, Octubre 19 y 2023