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SU ÚLTIMA VOLUNTAD

Javier Gil Bolívar. Enero y 2021

No le habían vuelto a ver desde los años anteriores al temblor de tierra que casi acaba con el pueblo. Esa tragedia torció el norte a muchos de la generación, adolescente entre los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Aquello fue el acabose, nadie creyó que el pueblo resurgiera de entre los escombros. En ese trance sucumbieron muchas ilusiones, la inclemencia de la naturaleza superó lo que cualquiera hubiera presentido.

   No volvieron a ver a don Félix, personaje aludido, desde cuando dejó la costumbre de pasearse por las calles, y a diario por el parque del pueblo donde caminaba a pasos largos y rápidos, sin mirar a nadie, haciendo recorridos aparentemente inútiles y sin rumbo fijo.

    Cuando desapareció, se había dedicado a una vida casi eremítica. Decían que leía en libros o periódicos viejos, con las páginas mutiladas e incompletas o escribía gazapos en hojas sueltas, que paraban todas en la basura. Con quienes hablaba, allá en su casa, lugar de su ostracismo, chismoseaba de quienes conocía; para él, que acumulaba tantos resentimientos, casi todos los del pueblo eran unos rezagos despreciables.

   No iba más allá de su acera, los achaques le agarraron las piernas, por la complicación de un beriberi que lo hacía trastabillar cuando caminaba.

   Don Félix, estuvo relacionado con aquel temblor: habló de él cinco o seis años antes de acaecer. Pretendió vaticinarlo, haciendo alarde de habilidades adivinatorias que nunca tuvo. Por la época de sus predicciones, había estado en crisis su salud mental y durante ese tiempo cometió desatinos a porrillo.

   La enfermedad de don Félix tuvo agravamientos y mejorías temporales. Cuando su anuncio del temblor, atravesaba una de esas crisis, extendida por un buen tiempo: duró dos años, durante ellos llegó a perder totalmente, por meses, el dominio de sus actos conscientes. No tuvo alcances agresivos, pero su figura larga y enflaquecida, con la barba y con los cabellos rebujados, con la mirada quieta, indiferente y fría, puesta sobre quien lo abordaba, podía hacerlo confundir con algún profeta desvirolado en uso de buen oficio.

     Por efecto de sus malestares mentales, le dio por ejercer como agorero ––farsante, por supuesto—, y predecía en sus prédicas un sacudón de la tierra que vendría apareado con las mil calamidades relacionadas. En cualquier lugar del pueblo, cuando veía la oportunidad, convocaba a que lo oyeran y se desmadraba en teorías para anunciar sus vaticinios. Les revolvía a sus peroratas conceptos de religiones híbridas, donde él sería el recibidor y canalizador de todas las mandas. Se propuso hacer correr la bola del sismo conjeturado, y unos y otros, apabullados por la sugestión, aun fingiendo incredulidad, tomaban precauciones evitando que los demás se dieran cuenta de sus miedos. Fue así como algunos, acosados por los nervios, pasaban las noches con las puertas sin trancar, vestidos y con los zapatos puestos, por si la reciedumbre del movimiento los obligaba a salir corriendo.

   Hizo el primer anuncio con la fecha de cuándo sucedería ese evento. Los datos eran poquísimos pero eso mismo le daba el suspenso y el terror a la información que propagaba.

Los días precedentes a la fecha del anuncio, fueron de inquietud casi colectiva por los temores que se regaban contagiosos, que crecían aspaventados por todos. Al ver a don Félix caminando por las calles del pueblo, con su figura desgarbada, con la enajenación sin disimulos, no sabían si huirle, ofenderlo o adularlo, temían lo que pregonaba.

    El día anterior al pronosticado, se alborotó el suspenso. Algunos disimulaban los recelos sentados en las puertas de las casas, con la guarda de silencios muy largos. Las mujeres cosían oraciones, mientras los muchachitos las interrumpían al correr retozando por la calle, desapercibidos de lo que ellas esperaban; así estuvieron hasta cuando el sueño derritió sus inquietudes. Lo mismo ocurrió el día vaticinado; además, otros, algunos viejos, se mantuvieron mirando por los postigos de sus ventanas, espiando las reacciones de los de afuera. Tampoco se acostaron. El pueblo estuvo detenido, aunque algunos pretendían no creer en nada. Así se fue la noche, hasta las primeras horas del otro día.

   Las gentes amanecieron pensativas, soñolientas y estragadas. Pero, al promediar la mañana, sacudieron sus temores y acudieron a sus oficios habituales; los más afectados buscaron a don Félix para indagarle por los pormenores y por las explicaciones para ese fiasco, casi que no lo encuentran, y no aportó ninguno. Al final, por la tarde disimularon los desasosiegos; más bien, sacaron fuerzas y redoblaron las satisfacciones por no haber padecido los estragos del fenómeno temido, cacareado durante tanto tiempo.

   Así quedaron las cosas después de ese primer anuncio del temblor. Entre silencios temerosos, nadie volvió a mencionar la cuestión en público. Pero, don Félix, no dejó pasar muchos días para insistir con el cencerro de los pronósticos; reculó con sus chácharas en las esquinas donde llamara la atención. Los sábados y los domingos, por las tardes, lo hacía en las cantinas y cafés más frecuentadas del pueblo. Hablaba y hablaba, y los borrachos  contradecían y replicaban, furibundos al descomponerles la paz alegre de sus jumas con lo trágico de las predicciones; o, parado en el atrio de la iglesia, donde  miraba atento,  de reojo, para cuando apareciera el cura hablar más duro, así lo picaba para que lo pulpitiara  (en ese tiempo, él pregonaba ser ateo; pero con los años hizo mutaciones, se mamó del asunto de no creyente y al final quedó convertido en un místico cansón); también lo hacía en la puerta de la alcaldía, llamaba la atención del funcionario, su enemigo (desde cuando le aplicó un mes de cárcel por desacato a la autoridad), que lo escuchaba con una sonrisa apática.

   Y fijó otro día cuando sucedería, ahora sí, el movimiento telúrico. Los comportamientos de don Félix delataron que su juicio estaba muy rayado. Él, tozudo como siempre, renovó y agrandó los argumentos y se deshizo en razones que, decía, eran inequívocas. Algunos se preocuparon, pero los impacientados ya fueron pocos. Llegó el día del segundo anuncio y todo transcurrió tranquilo.

   Y, como no pasó nada en la segunda fecha, cuando predijo lo mismo por tercera vez, nadie le creyó, solamente sirvió su cuento para que, en los comadreos, hicieran afrentas a su caletre desmejorado y hasta pensaran en organizar colectas para enviarlo adónde lo aislaran para procurar mejorarle sus razonamientos (al fin no lo enviaron a ninguna parte).

   No se amilanó con el chasco por sus predicciones malogradas: volvió a insistir en su joda otras veces, moviendo continuamente las fechas, por meses y hasta por años. Alegó, al final, que los errores se habían dado porque su médium-consejero le cundía los cálculos de inexactitudes, pero que llegarían las correcciones.

   Don Félix, sintió pena al recobrar un poco el buen razonamiento. Acabó con las distracciones en esos pronósticos, no volvió a insinuarlos siquiera y nadie preguntó o se interesó más por ellos. Volvió a leer y a escribir, pero lo que escribió nadie lo leyó ni le importaba…

   Después de algún tiempo, varios años, el día menos pensado ocurrió el temblor. Fue al comenzar un mes de marzo. Venía asentada en la región una temporada de calores anormales, las aguas se habían perdido y las resolanas eran constantes hasta cuando sucedió el temblor. Ese mediodía se soltó un aguacero, desconocido hasta por los más ancianos del pueblo. Había escampado, y empezó el movimiento con todas sus fuerzas y con buena largura en su tiempo. La tierra se estrujó contra ella con poderío diabólico, sus cimbronazos sucedidos entre intervalos aterradores. Durante dos o tres minutos se movía todo lo que veían los ojos: los objetos caían de sus sitios, las tapias se doblaban, aplastadas, como si una bestia horrenda las jalara desde adentro de la tierra; los balcones del parque se fueron de bruces contra la calle. Empezó la noche, con ella vinieron los incendios desatados por las maderas caídas sobre los fogones de leña; a esa hora, se confundían los rezos con las maldiciones. Los heridos corrían hacia los descampados, que eran pocos. Las grietas —desconocidas antes—, fueron trampas letales en la oscuridad llena con lamentos. La fuerza destructora de la sacudida se movió libre, agrandando sus efectos sin limitaciones contra los haberes de los más pobres. El pueblo se debatió entre las consecuencias futuras del último batacazo que fue el que tumbó casas y aplastó gentes; todos estaban desprevenidos.

   Don Félix, salió herido de esa tragedia por el golpe de una alfarda que le hizo una herida en la paleta derecha; para completar su infortunio, no tuvo razones para reclamar la validez de sus augurios, ya había pasado el tiempo suficiente para el vencimiento de los términos de sus pronósticos.

   Don Félix, como adivinador, quedó como estuvo siempre, relegado a la vigencia eterna del anonimato.

   Después de los años, algunos de los emigrados que fueron buscando otros aires y otras suertes, desterrados por la destrucción que provocó el temblor, retornaron al pueblo; volvieron con la carga de los recuerdos nefastos para estar al pie de la reconstrucción que finalizaba, también regresó con ellos la costumbre de realizar los encuentros frecuentes entre los más amigos.

     Hacía tanto tiempo se habían desperdigado que varios, al volver, sufrieron el efecto de olvidar los nombres de sus conocidos y debieron reclamarles el refrescamiento de los recuerdos. Como antes, se reunían durante las tardes, sin acordar citas, a dilapidar las horas, rindiéndole culto a las acotaciones oportunas conque cada quien contribuía, y a volear, entre todos, el incienso con las palabras en honor a los acontecimientos pasados. Departían sobre todas las cuestiones que se ocurrieran; repasaban y reconstruían las vidas de los personajes conocidos. Siempre tenían a la mano los relatos que transbordaban el espíritu de regreso a las primeras experiencias en la vida.

   Cualquier tarde se acordaron de don Félix, el presagiador de los temblores, aún vivía, y prolongaron el cenáculo ahondando en las anécdotas, descuerando al personaje. Hasta los sorprendió no saber de su enfermedad, la última, la misma que a los pocos meses dio cuenta de su existencia. De todos modos, disfrutaron varias tardes recalzando esos recuerdos.

   Detrás de las leyendas sobre la vida de don Félix, volvieron a los tiempos de la adolescencia cuando, en las temporadas de sus locuras, lo emboscaban para seducirlo a hablar sobre algún asunto, lo conducían hasta los extramuros de las polémicas ofensivas; lo hacían enojar hasta que se perdía en el manejo de sus razonamientos, obligándolo a usar las palabras gruesas con las cuales trataba de imponer sus argumentaciones.

   Contaban en el pueblo que don Félix, de muchacho, había ido a la universidad. Decían que iniciaba estudios de abogado, y parecía brillante, cuando lo afectó una meningitis bacteriana aguda, que lo tuvo en estado comatoso durante varias semanas. Padeció incontables eventos de convulsiones que, al fin, le restaron capacidades para caminar sin cojera, para oír con precisión y para conversar sin lengua estorbosa; secuelas visibles y oíbles, aunadas a las otras limitaciones, como la visión pobre, que lo marcaron de por vida. En épocas, aparentaba comportamientos normales, pero aprestadas venían también las faltas contra la cordura, que se notaban al escucharlo. Durante las lunas llenas de los noviembres, con precisión inexorable, se deschavetaba del todo por algunos días.

   El viejo don Félix fue para la gente de esa generación algo así como un filósofo clandestino con pinta de alunado. Les complacía la vida a los contemporáneos cuando, en sus días críticos, apuraba disertaciones erráticas sobre lo que lo había sorprendido en sus lecturas, a la bartola de entenderlas suficientemente; o lo pescado, mal cogido por su sordera crónica, en los corrillos de maestros, estudiantes o gentes del pueblo con mediana cultura, donde él de pronto se colaba. Lo que oía o leía lo interpretaba a su antojo, lo exponía después a su modo, a merced de la memoria frívola, y lo remataba con nombres de autores o protagonistas enrevesados y peor pronunciados.

   Se le medía a una buena cantidad de tópicos, sin ningún escrúpulo: se pavoneaba de la política a los deportes, de los sucesos económicos a los religiosos, de la filosofía a las curas naturales, de la astronomía a las utopías brujescas, de las noticias mundiales a los chismes parroquiales; cuestiones saturadas casi siempre de exageraciones y de imprecisiones miserables. No obstante, en sus lucideces, cuando joven —tuvieron que aceptarlo—, también les aportaba razonamientos que sacudieron de su letargo, en la modorra de las adolescencias, los ejercicios del buen pensar.

   Diógenes García, fue uno de los amigos contingentes de don Félix; joven, fue el galán de la figura oprobiosa para las mujeres de su edad porque su lengua se desmedía en las opiniones; volvió al pueblo después de recorrer buena parte del mundo, dizque buscando un brebaje seductor para una musa esquiva, su amor cimero de toda la vida que nunca lo acompañó en sus trances de poeta; lo escrito por él, no alcanzó a gustarle a ella, ni a él, siquiera. Ya viejo, un día sacó su mesa al solar, arrumó sobre el mueble sus libros y sus escritos de muchos años y les prendió candela. Nadie se lamentó por lo perdido en la quema, fuera de algunos vecinos alharaquientos por las pavesas y por el peligro de las llamas que consumieron los papeles y las maderas. Sobre lo demás, nadie dijo nada. 

     Cuando, Diógenes, sobrio de sus pretensiones de poeta, lejano a los versos, le jalaba a la parla incontinenti y sus apuntes prontos deleitaban a los de las tardes, frecuentadores de las conversas. Solterón de siete suelas, se gastó la existencia tasando una herencia que solo le alcanzó hasta cierta parte de su vejez; después, mediante los convites familiares, lo ayudaron a supervivir hasta cuando lo despacharon para la otra vida (murió después de don Félix), recogido por el expreso de la muerte repentina.

   Cuando Diógenes regresó al pueblo, fue uno de los que participaba en los encuentros frecuentes de los que volvieron; recordaba ocasionalmente al presagiador de los temblores. Sintió extrañeza aquel domingo, a la salida de misa de once, cuando Ana Julia —la mujer de don Félix—, lo jaló del brazo y le contó que le había oído decir al viejo cuando conversaba con alguno, su deseo de verlo en su casa. Sorprendido, Diógenes, pensaba en el pasado lánguido de esa amistad, oscurecida por episodios ingratos; por eso, tal vez, no merecía el reclamo de su presencia. Subsistía la duda: en aquellos años idos, cuando lograban cuajar alguna conversación, rápidamente se perdían entre el laberinto de las agarradas ofensivas y salían convencidos de la gran distancia existente entre sus temperamentos. No estuvieron de acuerdo en nada. Era común que apuntillaran los encuentros con silencios que don Félix extendía, al rehuir el saludo con Diógenes durante tiempos largos.

   Diógenes, sin pensar en lo del pasado, cuando pudo fue a verlo; al llegar, Ana Julia, estaba recostada contra la puerta de la casa, con los brazos cruzados y malencarada, como siempre, con un perro flaco de lanas enredadas, buscador de acomodo cerca a sus pies mal calzados; orientó a Diógenes con la cumbamba hacia el lugar donde estaba su marido, luego de un saludo destemplado.

   Encontró a don Félix en la pieza que hacía de sala, sentado en una silla grande, sin brazos, ruinosa. Lo conmovió el aspecto deteriorado del viejo. Tenía en la mirada, ese no sé qué de los que se acercan a la hora de las despedidas definitivas e inminentes. Estaba, a la manera de los condenados a muerte que en la capilla tasan sus palabras y remiran sin ruta, como si estuviera en el galanteo con la meditación o intentara minimizar las últimas preocupaciones.

   Diógenes, percibió que su amigo no era el de antes: parecía como si la vida le hubiera juntado las cuentas en un solo cobro y se aprestara a liquidarlo a la carrera; quedaba muy poco de sus arrestos. No obstante, fue sorprendido al oírlo porque, aunque de hablar más pausado, sus ideas surgían seguras. Sus argumentos eran precisos como nunca.

   Tenía puesto el sombrero de siempre; calzaba, sin amarrar, las botas con suela de llanta; una camisa por fuera, abotonada hasta el cuello y un pantalón, los dos de dril, completaban su vestimenta. Por el ruedo de los pantalones, cortos le salían los calzoncillos en tela de franela (los llamados de amansalocos). Acariciaba un bordón de verraquillo. A un lado la ruana. En la habitación escasa en corrientes de aire, se apiñaban los calores de esa tarde. Detrás y sobre su cabeza había un retrato torcido donde estaba con Ana Julia, recién casados: él, vestido de cachaco, gracias a un montaje fotográfico, ella, de vestido sastre, con un sombrero ladeado que le daba cierto aire de vampiresa. En la foto, él ya presumía su bocito peliescaso, pero no tenía la cicatriz en la mejilla derecha que lo señaló durante muchos años, habida en una pelea donde el contrincante le ganó, según decía don Félix, solamente por una ligereza de la mano. Algunas flores de papel, deslucidas por el tiempo, en la pared del frente, adornaban, a su modo, unos cuadros con motivos religiosos. Por el postigo entreabierto entraba un rayo de sol y se iba en pendiente contra el otro lado, en el trayecto de la luz se veían, como bailando, partículas iluminadas, no apreciables a simple vista.

   A Diógenes García, se le apocaron las palabras; el encuentro con el desastre que había hecho el tiempo sobre la persona de don Félix, lo puso a contrapelo con las realidades de la vida. Él, hecho para las palabras abundantes y lucidas, de estilo florido, de interjecciones almibaradas y adjetivos cálidos, solamente acertaba a caminar al lado de las ideas que imponía don Félix: lóbregas y pesimistas.

    ––¡Qué bueno que haya venido, amigo, Diógenes! Casi que no caigo en la cuenta sobre quién era usted. O está muy cambiado o este ojo ya no me sirve para nada. No se lo debiera decir, pero usted es uno de los pocos amigos que en mis sentires son estimados todavía —empezó diciéndole, luego de cruzar algunas palabras de saludo, lejanas a cualquier afecto. ―Quería volver a verlo desde hace un buen tiempo, desde cuando me contaron sobre su regreso para quedarse. No dejo de recordar las veces cuando armábamos aquellas discusiones tan largas.

   —¿Se acuerda, don Félix?

   —Cómo no, cómo no. Por aquellos tiempos todavía era usted un cagón irrespetuoso. Han pasado muchos años, han sucedido tantas cosas alrededor de la tragedia de la vida, que se me enredan los acontecimientos en la memoria. Todas esas imprecisiones me van poniendo más viejo, voy en contra de la vida…

   —Pero todavía le queda mucha retentiva, tiene cuerda para rato, don Félix.

   —Qué va, mhijo, a veces se me revuelven unas cosas con otras, no soy capaz de ubicarme en el momento por donde estoy pasando. Ahora estoy bien, pero otras veces presiento ir por mi camino llevando a la espalda la derrota en la batalla de la vida. Por eso le voy a decir: creo que es la última vez que nos vemos, sospecho estar en las vísperas del viaje para el otro toldo, las fuerzas se me van corriendo, me cuesta mucho trabajo moverme.                      

   —Eso es normal, usted pasa sentado buena parte del día. Debería hacer algún esfuerzo por caminar un poco.

   —De los consejos hablamos más tarde —dijo, don Félix, sin opacar su disgusto por la apreciación de Diógenes, y continuó, ―mejor, espérese, la mujer ya se va para el Trisagio, así podremos hablar más tranquilos. Vea, le digo otra cosa: al despertar todos los días, si no fuera por los dolores que se me encajan en todas las partes del cuerpo, aseguraría estar de amanecida en la otra vida, todos los días estreno un dolor nuevo.

   Paró de hablar cuando su mujer, que había entrado de la puerta donde recibió a Diógenes, llegó hasta donde ellos conversaban y ofreció un café, solo al recién llegado.

   —Deme uno a mí también, si no es mucha molestia —le dijo don Félix con alguna sorna.

   Don Félix, hablaba con el tono de voz que manejan los sordos, con mucho misterio y siempre en un recitativo lento, el mismo de cuando se conocieron. Las palabras le salían moduladas por entre las cajas de dientes silbadoras que años atrás le instaló don Tista Estrada.

   —Todos se mueren, menos uno —volvió a decir, mirando con insistencia y con recelo hacia la puerta por donde salió Ana Julia—. Según oigo comentar aquí, ya han desaparecido varios de mis conocidos.

   —Pero el Mono Tamayo no se ha ido todavía, y tiene más años que usted. ¿Ese fue su gran amigo?; -Diógenes notó la incomodidad de don Félix, deseaba hablar solo él.

   —Lo dice usted bien, hombre, Diógenes, él fue mi gran amigo. Dizque a todos los que fuimos sus amigos, nos tiene apuntados en su libreta y pone una cruz sobre el nombre del que se va yendo… Cuando me cuentan de alguno, ya aforado, pienso que el turno siguiente es para mí, creo que soy el que continúa en la lista, pero nada; vea: creo que, Ana Julia, tiene escondida la boleta firmada por el médico donde me dan de baja, solamente falta ponerle la fecha. Y usted, con su silencio, debe estar calculando el poquito de tiempo que me falta para irme de este mundo. Yo también creo lo mismo, el final debe estar cerquita. Al mirarme en el espejo cuando me afeito (pocas veces, entre otras cosas, porque, con el temblor de estas manos, de pronto me decapito con la barbera), me convenzo de estar vivo de chiripa, últimamente se me juntan los días con las noches; varias veces me he levantado y he salido tontoliando a sentarme en la puerta, como lo hago por las tardes cuando no llueve y, al llegar allí, al patio, veo todo oscuro. Ahí mismo me doy cuenta que estoy en calzoncillos.

   Ana Julia les trajo el café. Se despidió de Diógenes, ignorando a don Félix. Se iba para el rezo.

   —¿Qué le decía yo a usted?  — Preguntó el viejo, un poco descontrolado al notar la sorpresa de Diógenes ante la actitud de la señora; rápidamente se respondió—: Ah, sí, ya, ya recuerdo. Pero, antes hágame un favor: mire a ver si hay alguno en la puerta merodeando la conversación de nosotros. Y se sienta más cerquita, lo estoy oyendo muy mal. Aquí no se puede hablar tranquilo, siempre aparece gente metida en lo que uno está diciendo.

   —Don Félix —le dijo Diógenes, después de un sorbo pequeño de café, estaba muy caliente—, Ana Julia me comentó que usted necesitaba verme. Aquí estoy para lo que necesite.

  ––Vea, Diógenes, primero échemele también un poquito más de dulce a este café. Para amarguras con las de la vida tengo.

   ― Ahí sí. Ya me parece que le quedó bueno, don Félix, pruébelo a ver.

   —Cómo no, así quedó muy bueno. Oiga, yo había comentado aquí en esta casa, no sé con quién hablaba, el deseo de charlar con usted. Pero, ¿sabe una cosa, sabe lo que estoy pensando? Me da pena haberlo hecho venir a escuchar lamentaciones. Conste: quise que viniera, no para pedirle nada, lo hice solamente para que me oyera. ¡Qué tristeza, solamente para que me oyera! Cuando uno va llegando al final, echa mano de todos sus conocidos a ver quién le regala parte de su tiempo para conversar un poquito. Además, a usted debo confiarle algo, eso no me deja ir tranquilo, esa es mi última voluntad, eso es todo lo que le pido: permítame hablarle, quiero contarle todo; a esta edad la soledad es dura, hasta se le pegan a uno los carrillos por no tener a quien decirle algo en todo el día… Durante estos días, había estado muy perdido, tenía embolatadas las ideas en la cabeza; tal vez sería por esas cosas relacionadas con la luna. Pero hoy me siento muy bien, todo lo recuerdo perfectamente.

   —Eso veo, don Félix. Usted está hoy muy cuerdo.

   —Eso sí que no, Diógenes, yo siempre he estado cuerdo —respondió disgustado—. Los que me han tenido por un loco son ustedes, la gente de este pueblo.

   —Pero, perdone, don Félix, usted también ha tenido sus desviroles, de vez en cuando. Recuerde, si no, cuando salía a sermonear sobre el temblor.

   —Nunca. Yo nunca he sido ni loco ni bobo; en mi familia tampoco hubo nada de eso. En lo del temblor tuve errores por la mala comunicación con el médium, no supe entenderle lo de las fechas: pero que sucedió, sucedió, y…ya lo había dicho yo. O diga a ver: ¿usted fue que no lo sintió? Al hablar de eso conmigo usted tiene que hilar más menudito. Yo predije ese temblor… Pero, está bien, olvidemos eso.

   El tema alteró la paz de la conversación. Don Félix no dejaba de proclamarse como el vaticinador oportuno de aquella tragedia. Al contradecirlo se le torcía el genio. Diógenes comprendió la situación, lo mejor sería dejarlo hablar como quisiera.

   —Llegué a un punto de la vida donde he abandonado todas mis pretensiones: las de los negocios ilusorios y las de los amores que siempre fueron amores imposibles, parecen cosas en las que me hubiera especializado. Tenga en cuenta: varias veces me he muerto de amor y, sin embargo, aquí me tiene. Ya perdí todo lo que quise, tampoco era mucho. Ahora soy de muy pocas palabras, casi no tengo ánimos para conversar ni para meterme en alegatos con nadie. Tampoco puedo leer, ¡Y para lo que tengo en qué leer!: los libros que me quedaban están donde don Miro, el prendero, a ver si los vende, no quiso prestar nada en ellos. Además, la diabetes me tiene fregado este ojo que era el bueno. Creo haberle contado alguna vez: el otro lo perdí hace cerca de veintiocho años, por la misma enfermedad. No como dicen algunas lenguas malditas del pueblo:  que dizque me lo sacaron después de la pelea con ese bribón que me rayó la cara. 

   (Desde cuando Diógenes era joven, don Félix usaba gafas que tenían un solo lente, el del ojo bueno).

   Don Félix, se quedó como trabajando sus ideas en la memoria. Parecía repasar lo pasado. Estaba inseguro de confiarle a Diógenes los encubiertos. A éste lo impacientaban los misterios del viejo. Continuó después de unos momentos:

   —No me queda tiempo ni para pensar, me gasto las horas dedicado a mis dolores y a mis insomnios. Ahora, cuando nadie viene a verme, soy dueño de una soledad perfecta. Parece un contrasentido, pero es así; aunque Ana Julia vive conmigo en este rancho, hace dieciocho años no nos dirigimos la palabra.

   —Perdone, don Félix, pero usted acaba de hablarle pidiéndole un café —lo interrumpió Diógenes.

   —Bueno, de vez en cuando una palabreja, nada más —replicó don Félix—. Agotamos todos los motivos que nos ligaban un poco, después de vivir una época en la que hasta tosíamos al mismo tiempo; después llegamos a un punto donde no tenemos nada de qué hablar. Aprendimos a vernos de lejos; para decir mejor, nos fastidia vernos: el fastidio es lo único donde podemos coincidir; nos entendemos o desentendemos (como usted quiera interpretarlo), por medio de los silencios. Ahora, porque usted está aquí, me trajo el tinto, pero siempre me deja las comidas en la misma parte, como si yo fuera su mascota. Poco tengo que ver con ella, hasta una vecina me lava la ropa… ¡Se va acabando la vida y en igual forma van desapareciendo las necesidades!…

   —Don Félix, con tantos amargores, usted ya debería haber emprendido vuelo hacia otra parte.

   —Estoy aquí —respondió disgustado—, porque no he tenido para donde irme, y porque esta casa es mía ¡Carajo! Mi papá me la dejó como herencia; claro está —mermó el impulso rabioso—, ya casi se la comen los impuestos, y el capital y los intereses de una plata que me prestaron en ella.

    —Es mejor pensar en otras cosas, don Félix, o para qué era que nos filosofaba tanto, ahora años, sobre el sentido agradable de la vida.

   —Lo que pasa, mi amigo, es que, a la hora de la verdad «El mico es el que menos cree en la prueba», como dicen; cuando los sucesos afectan el pellejo de uno, es otro cuento. Vea, definitivamente, ya no quiero pensar en nada. No pienso en nada ni en nadie, ni en quienes fueron mis amigos (yo creo que ni he tenido amigos); ni en mis enemigos (pensar en ellos todavía me produciría acideces); tampoco pienso en las ilusiones, ni en la muerte. Ni siquiera me preparo para morir… ¿Quién se prepara para morir? Uno medio se prepara para vivir. Morir bien es muy fácil: solamente se requiere estar viviendo en paz con todo el mundo, y ser capaz de romper los aparejos que lo amarran a uno con los afectos y con las cosas.

     —Usted me está metiendo en su tragedia, don Félix, hablemos de otra cosa. ¿Cuánto hace que no sale al parque?

    ––Desde hace ciento noventa meses, casi dieciséis años, si no se me han embolatado las cuentas; eso hace que estoy aquí, en el mismo punto; me muevo muy poco, no he hecho nada, nada fuera de esperar la muerte; estoy condenado a esperarla, es una sentencia inapelable. Pero, ¿sabe usted? Con lo que voy a contarle enseguida, quedaré listo. Con eso conjuraré todas mis angustias. Después, como decía Pancho Villa: «Las únicas balas que me darán miedo serán las que no pueda oír».

   —¿Quién le dijo a usted que eso lo había dicho Pancho Villa? —le replicó Diógenes.

   —Yo lo leí, no sé en dónde, pero lo recuerdo perfectamente. Pero no me interrumpa, Diógenes, déjeme terminar, ya es poco lo que lo demoro. He puesto mis días en la cuenta del regreso al no sé dónde; nada me retiene, solo me sorprendo al ver que la muerte no llega, ya lo único que me luce es la mortaja… No tengo nada para dejar, y si algo tuviera ni siquiera tengo a quien dejarlo (claro está, hay una cosita guardada: es una de las cosas de que quiero hablarle). ––rebajó el volumen a la conversación y miraba obstinadamente hacia la puerta––. Por lo demás, solo me queda un poco de vida y me la estoy gastando, no la compartiré con nadie, lentamente se irá yendo conmigo… La pobre Ana Julia vive pensando que tengo la plata escondida, hasta será por eso que no se ha largado (ya lo debería haber hecho). Ha prevenido a cuantos la visitan para que la ayuden a vigilar mis movimientos. Piensa que en cualquier parte de este rancho encontrará el alivio para sus penurias (Y la pobreza que le da a uno por escarbar como un gurre). ¡Ingenua!, no encontrará nada, estoy seguro, todo lo tengo muy escondido; sus carencias seguirán siendo igualiticas cuando yo me haya ido…

   Don Félix se espabiló del tema abreviando las explicaciones, jadeando, la emoción y el cansancio lo dominaban. A los segundos volvió sobre las palabras, reconfortado, entonándolas como si, antes de lo trascendental, pretendiera restañar algún resentimiento.

   —Le he dicho algunas cosas, pero todavía no le he hablado nada de lo que quiero confiarle (eso es muy secreto). Uno se enreda en lo menos pensado. No hay duda: he sido un inútil. Ya perdí todo: lo pensado, lo dicho y lo que hubiera deseado escribir. Todo se diluye entre mis incapacidades y mis enfermedades…

   Pero… ¡maldita sea! Vea, hombre, lo que faltaba. ¿Oyó la puerta? Ya volvió Ana Julia. ¿Sería que no hubo Trisagio? ¿La oye? Es la que está gritando en la puerta. Con esa mujer aquí no le puedo decir nada. ¡Después hablamos de esto, pueda ser que la vida me preste otro tiempito!

Javier Gil Bolívar. Enero y 2021

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2 comentarios

  1. Excelente narración de la vida simple de un parroquiano de pueblo de tierra fría. La existencia de don Félix se novela, más que se cuenta. Por eso más que un cuento largo, es una novela corta.

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