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LA PERRA DE FIDELINA

A Fidelina, que ya era de bastantes años, le quedaba, de entre todos sus amores liquidados, el de una perrita, chanda impoluta de nombre Rosina, con quien compartía desde hacía un buen tiempo sus soledades y satisfacía sus necesidades afectivas en el ambiente pequeño donde las circunstancias de la vida las habían aparcado. Era una habitación en un cuarto piso, prolongada hasta un balcón pequeño y con los servicios básicos y elementales que le permitían los únicos y mínimos movimientos porque para descender por las escalas requería de otras manos que la ayudaran a aplacar su mal de san Vito, padecimiento que la afectó desde cuando la jubilaron. Las paredes, no habían recibido por muchos años los efectos de algún blanquimiento, la decoración estaba compuesta solamente por algunos retratos torcidos que, por desteñidos, desertaban a los personajes.   

      Solo eran las dos. Los vecinos decían que, cada mes, cuando llegaban las mesadas de los maestros eméritos, veían subir a un muchacho, que decía ser su nieto, único autorizado para manejar los sueldos, cargado con algunas bolsas que contenían lo del sustento mensual de ellas, Fidelina y Rosina. Pocos más eran los que pasaban de prisa por la habitación a saludar a la anciana, medio alimentando con ello una vida familiar mínima, de afectos muy mermados. De pronto, algunas vecinas movidas por la caridad, cuando no embolataba la llave de la puerta, subían a darle alguna mano en el aseo de su cuchitril para evitarle estar en desacomodo con la higiene mínima.   

      Parecía difícil calcular la edad de Fidelina, debía ser alto el balance de sus años porque el nieto, el que de pronto la visitaba, ya tenía hijos. Estuvo casada con un amor que consiguió en un pueblo donde profesó el magisterio, con él tuvo un hijo, ambos murieron muy jóvenes. Debió haber sido alta, de porte bonito, el tiempo la fue doblando y ladeando hacía el lado derecho por una lesión en la cabeza del fémur que la cojeaba; de cabellos lisos, ahora de canas llenos, peinados por el desorden y el descuido.  Vestía con lo que le quedó cuando trabajaba, aunque ya hacían su presencia el deslustre y el ajado en esas ropas.  Vivía de comidas mínimas y los sobrados componían la dieta alimenticia de Rosina.    

       Rosina, la perra compañera de Fidelina, era su paño de lágrimas. Adoptada recién nacida, fue una obra de caridad empujada por la sensibilidad de ella al verla en la calle vagando, hambreada: una mirada suplicante conmovió a la señora, de ahí en adelante fueron dos vidas dependientes hasta el extremo; era de ascendencia sombría, podría decirse que cada parte suya pertenecía a mil abolengos disímiles. Desde cuándo empezó su vida al lado de la maestra que ya era jubilada, estuvo supeditada a los reglamentos tremebundos, sus apetitos los conocía y los controlaba Fidelina, no supo de los amores perrunos, todo se le iba en ladridos apurados con los perros vecinos que la provocaban cuando ovulaba o en el orinarse en la bota de los pantalones de los vecinos que le olían al hedor del perro que la seducía, cuando la llevaban cogida con la correa. Fuera de repartirse las soledades entre ambas, el animalejo soportaba muy cerca de ella todo lo que alcanzaba a engendrar su psiquis: sus alegrías, desatadas en los sobijos tiernos, en las risas y en las palabras cálidas, mimosas y emotivas, impulsos que hacían volear la cola a la pobre cuadrúpeda; todo lo opuesto sucedía en los días funestos de la intranquilidad y la tristeza, productos de la orfandad, que obligaban a doña Fide a buscar el desahogo de sus penas en la chanda sumisa. Las mañanas lluviosas y las tardes opacas, que alimentaban la nostalgia de sus recuerdos, eran los mejores asideros para las angustias de la anciana, sus llantos contagiaban a la perra, y a sus aullidos compulsivos agregaba caminadas en círculos caprichosos y la búsqueda de refugio tras los muebles estropeados. Los días nostálgicos superaban a los de las alegrías.

       En coincidencia con uno de los días aciagos, Fidelina, sorprendió a la perra meándose en una esquina del pequeño balcón. Iba haciendo el trapeado minúsculo y al verla en el desfogue de su necesidad, en medio de la ofuscación, decidió propinarle un golpe con el trapero. El animalejo, para evitarlo, buscó salir por entre los barrotes del pasamanos, por ahí no tenía donde pisar, saltó al vacío desde esa altura y cayó a la calle. Fidelina, desde la baranda, la observó con angustia; en el piso, el animalito no pudo moverse más, no sobrevivió a la caída.

      Fidelina, solo alcanzó a verle los estirones violentos de sus patas antes del rictus mortal definitivo. La observó con su cabeza clavada entre las manos posadas sobre la baranda. No existieron las palabras de ella con los gritos acostumbrados para la perra, quedó perfectamente muda. Doña Socorro, la vecina del mismo piso al otro lado de la calle, salió a su balcón cuando empezaban los cuchicheos. Muy oportuna al presentir la tristeza, le gritó a Doña Fidelina que le abriera la puerta, quería subir a acompañarla.

      Fidelina comenzó un estado de tristeza que no logró conjurar doña Socorro, que solícita le aplicaba palabras tranquilizadoras, estaban sentadas en el remedo de sala. No respondía ninguna pregunta, no dio ningún detalle de lo sucedido. Toda la reconstrucción del hecho fue hecho inicialmente con base en las suposiciones. Se miraban solamente, la interlocución era escasa. En ese momento gritó alguien desde la calle:

       ―Demen diez mil pesos para botar esta perra que ya está muerta (era Celiano, el reciclador, que ofrecía sus servicios). Estaba sentado en la acera, costal al hombro, cercano a Rosina.

       Doña Socorro asomó al balcón y le gritó a alguno de los de su casa:

       ― Oiga, m’ijo, Coja diez mil pesos de la plata que tengo encima del escaparate. Entrégueselos a Celiano para que bote a Rosina, la perra de doña Fidelina; mire, fue que se tiró por el balcón, está muerta en la calle cerca a la acera. Asómese para que la vea.

       Doña Socorro, entró del balcón y encontró a Fidelina en un mar de lágrimas, sus sollozos no le permitían desatar palabra; acató pedir a su casa una bebida aromática que la pobre vieja sorbió con desgano, absorbida por sus lamentos. Ningunas fueron sus palabras hasta ese momento para relatar lo sucedido; pero, al rato, haciendo un gran esfuerzo, contó los detalles que le costaron la vida a Rosina; varias veces insistió a la señora Socorro que no le contara a nadie lo ocurrido a la perra. Preguntó por Rosina con minutos de intervalo hasta cuando le dijeron que la habían llevado para el basurero.

       Ya no tuvo alientos para tenerse de pie, con otras vecinas solidarias fue llevada hasta su cama. Entró en un estado depresivo que complicó con la sordera. A las pocas horas empezó a perder el conocimiento por intervalos largos. Llamaron al padre Belisario, el de la parroquia vecina, para que fuera a sacramentarla. Cuando salía les dijo a quienes la acompañaban que nunca, durante tantos años, la había visto por el curato. Estuvo comatosa y desvariando con la perra durante toda la noche hasta cuando murió, al otro día por la mañana.

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Publicado enCuentos

3 comentarios

  1. Tatiana Jaramillo Tatiana Jaramillo

    Estos bichos que nos acompañan no solo llenan de sentido y afecto nuestra vida, sino que también resuenan al compás de Tánatos. Allá estarán de nuevo, las inseparables Rosina y Fidelina reunidas en el Hades.

  2. Blanca Edith calle saldarriaga Blanca Edith calle saldarriaga

    Javier me encantó, me transporté a mi pueblo natal Andes , con tu maravillosa descripción y detalle de los acontecimientos no escatimas ningún detalle. Felicitaciones por deleitarnos con tan maravillosos cuentos. Pero que triste realidad la soledad de muchos ancianos de nuestra bella patria.

  3. Qué tardío es este agradecimiento. Son muy generosas tus palabras, estimulan a seguir contando historias intrascendentes, pero armadas con el cariño merecido por lectoras como tu. Un cordial saludo.

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