Por los años del 1640 y tantos, Don Miguel Lengua de Vaca y Ahumada era el notario mayor en Sevilla. Había llegado de Salamanca, cinco años antes, nombrado para el cargo por el protonotario de la corte, con la rúbrica del Príncipe, gracias a las intrigas de un pariente cercano, que se codeaba con los palaciegos influyentes y obtenía de ellos favores a porrillo.
Llegó al puerto después de lograr el nombramiento, compitiendo con algunos aspirantes; buscaba con su acomodo en ese bufete, darle respiro a una situación económica insoportable que afrontaba su último diario vivir en Salamanca porque su prosapia, que estaba cercana a la de las más encopetadas familias salmantinas, no le dejaba admitir los desdenes que le prodigaban sus amigos y relacionados por su pobreza casi vergonzante, cuando se vino a menos la economía de su casa. A su edad, había sido afectado por los reveses de la fortuna, situación que lo sacaba del roce con sus conocidos en la sociedad de esa época cuando, a cualquiera que le fueran escasos los maravedís, se le endosaba un presente de complejos con un futuro de negruras.
Vino acompañado por su madre, Doña Pepa de Ahumada, dama catalana, de gran porte, señora con aires juveniles, aunque su edad pasaba de los cuarenta y cinco años. Su padre no llegó con ellos. Decían que había sido Comendador de la orden de Calatrava, que trabajó en el ayuntamiento de Madrid, recogiendo el bono del Rey, y que decidió fugarse hacia el Nuevo Mundo, a los pocos años de su matrimonio, brincándose la ley que exigía a los casados un permiso ante notario donde sus mujeres los autorizaban para viajar, por tres años. Huyó de su país sacándole el cuerpo a unas deudas contraídas en noches de juergas y garitos, que amenazaban cobranza por la vía de las armas.
El joven había estudiado algunos años la Ciencia de las Leyes en la universidad de Salamanca, apadrinado por un tío de su madre, religioso anciano de la orden de los Mercedarios, que estuvo cercano a la niñez y a la juventud del muchacho, después del abandono de su padre, solventándoles a él y a doña Pepa todas las necesidades económicas y ejerciendo tácita función de tutor, actitud que comprometía a Miguel en la búsqueda continua de la superación.
En alguno de los años postreros de su vida, durante alguna velada familiar, el canónigo notificó a la señora y al muchacho que en una de las cláusulas de su testamento los hacía herederos de un porcentaje de su fortuna, voluntad que, les dijo, estaría escrita y protocolizada en uno de los apartes del documento. Ese mandato constaba, según el levita, de provisiones económicas tan suficientes que le permitían a Miguel, si quisiera, terminar su carrera universitaria y dedicarse por varios años, solamente a la investigación y al desarrollo de sus tesis sobre los nuevos aspectos del derecho ―estudios que ya había emprendido―, sin distracciones por las cosas relacionadas con la subsistencia.
Al religioso, que estuvo al lado de Miguel observando sus actuaciones desde cuando era muy niño, lo sorprendían sus destrezas para los razonamientos elevados, raciocinios que fundamentaba en la limpieza, en la contundencia de las ideas y en la claridad de las argumentaciones; era sorprendente su gracia para la exposición de los conceptos, la finura de sus modales, la facilidad para cobrar aprecio entre sus superiores y la predisposición a buscar derroteros futuros por medio de la investigación y del estudio. Esa admiración quedó manifestada en el apoyo económico rotundo, agradecido todo por el muchacho con las satisfacciones y el entusiasmo que le procuraba a su favorecedor con las calificaciones brillantes y con los informes que le hacía de sus éxitos en la universidad, todas las veces que lograban sus encuentros.
Desde el primer año de estudios universitarios, don Miguel se hizo famoso por su aporte a los nuevos conceptos que enriquecían el derecho de gentes, por su capacidad para explayarlos y por la disposición para entregar a los intelectuales contemporáneos todo un cuerpo de novedades procesales, a tono con el crecimiento del mundo, dados los efectos expansivos del descubrimiento. Por todos esos estudios, la universidad lo llamó a realizar exposiciones orales de sus trabajos; en ellas congregaba a sapientes juristas, decanos, maestros y compañeros, que disfrutaban oyendo sus explicaciones sobre las nuevas teorías legales, creadas por él, que marcarían las relaciones en la colonización de las Indias, cosa necesaria para los que aspiraban a tener vínculos, dentro de la armonía del derecho, con el Nuevo Mundo.
Así estudió durante tres años haciendo crecer su fama en todos los períodos académicos. Desde Madrid, Toledo, Valencia, Santiago, Barcelona, venían tropeles de intelectuales que buscaban nutrirse de las lecciones que dictaba, por los veranos y los otoños, el sabio muchacho, estudiante de Salamanca.
En el invierno anterior a su ingreso al cuarto año en la universidad, murió el levita, el tío de doña Pepa, mecenas de Miguel. Después de algunos meses y dadas las circunstancias de su dependencia económica por lo que les aportaba el clérigo, acudió el muchacho con doña Pepa ante el Deán de la catedral madrileña, asistidos por el derecho de lo que en vida les expresó el canónigo, a reclamar la parte de su herencia, así cumplían con la voluntad del difunto.
Fueron citados varias veces por los eclesiásticos a la ceremonia de apertura del testamento y cuando era cercana la fecha cancelaban el aviso, aduciendo que no podían hacer nada hasta cuando estuviesen presentes la mayoría de los congregantes de la orden asignados para ese acto.
Por fin, cuando finalizaba el verano siguiente a la muerte del sacerdote, fueron llamados a presenciar la formalidad tan esperada. ¡Fatal día!, solo una cláusula en todo el documento apropiaba a la comunidad de los bienes del difunto. El título había sido cambiado después de la muerte del pariente.
Fueron inútiles los argumentos legales expuestos por don Miguel, por compañeros y profesores que, solidarios con su dificultad económica, invocaron todos los intríngulis del derecho sin suerte alguna.
No valieron las audiencias que le dieron los superiores generales de la orden al muchacho, donde expuso sus quejas, ni las citas cumplidas en la Rota de la Nunciatura Apostólica, donde los tribunos fueron instigados a pensar que había sido él, Miguel, quien imaginó la cláusula en el testamento del reclamo. Para empeorar las cosas, llegaron a la universidad salmantina sendos escritos enviados por la comunidad del levita muerto, donde repudiaban, censuraban y pedían castigo por la que dijeron había sido una salida en falso del estudiante.
No tardaron las carencias y las vigilias para Miguel y para doña Pepa. Todas las estrecheces rondaron por entre ellos, hasta llegaron a sufrir hambres de varios días; algún tiempo vivieron de la caridad hecha por quienes los conocían.
Las dificultades económicas fueron complementadas con el escarnio que se veía venir en los estamentos universitarios; el único camino transitable que le quedaba era el de la búsqueda de un trabajo. Cosa que llegó, negándole todas las prebendas universitarias que había adquirido.
Con el nombramiento para la notaría de Sevilla surgió la posibilidad de una calma económica, pero quedó concebida la frustración por la cancelación de sus proyectos estudiantiles que le darían gran fama.
Por la época de su llegada al puerto, Don Miguel había cumplido veintiocho años, gozaba de una soltería codiciada por las mujeres sevillanas que, como eran tiempos de la colonización del Nuevo Mundo, veían en todo forastero, el posible compañero para emprender aventuras en las regiones conquistadas, donde podían hacer placentera la vida sentimental y rico el patrimonio familiar.
Alto de estatura, si bien desgarbado, poseía una figura elegante, de piel morena clara; ojos grandes, herencia de la gente de su raza; el cabello largo a la usanza de esos tiempos, de color negro; patillas espesas, y bozo que, aunque despoblado, en su negrura hacía resaltar el blanco de una dentadura sin defectos.
Habitualmente lo veían por las tardes, después de las horas de trabajo, caminando solo por las calles bajas de la ciudad, al lado del Guadalquivir, cercanas al muelle, tocado de sombrero cordobés y arrebujado en una capa al modo de los caballeros castellanos que, al trastornar las esquinas, de noche, a pasos largos, hacían comparable su silueta con la figura de algún personaje siniestro.
Ser notario por aquellos tiempos, era pertenecer a las clases altas, con derecho para disfrutar los halagos sociales que ofrecían los pueblos grandes. También se asumía el compromiso de vivir con normas y galanterías paralelas a la sociedad que acogía al poseedor del título.
La Sevilla de mediados del siglo XVI era el único puerto autorizado para armar las expediciones hacia el Nuevo Mundo. Entonces, llegaban por tierra y por el Guadalquivir los aspirantes a cruzar el océano; había entre ellos representantes de todas las clases y condiciones sociales de España y el resto de Europa: los enviados con el asentimiento del rey, soplados por las ínfulas que les daba venir con la orden de quien provenía el mecenazgo; los que ambicionaban hacer fortuna porque les estaba vedado hacerlo en su tierra y los otrora dueños de las grandes riquezas venidos a menos tras la exageración de los vicios, los negocios desventurados o los embates inversos de la riqueza, que pretendían rehacerse a costa de los ingenuos y medrosos nativos de allá lejos que, oían decir, eran quienes habitaban al otro lado del mar océano; los clérigos y monjes unos ávidos de aventuras y otros buscando los bonos y los méritos para acceder derecho a la vida eterna; más la abundancia de tipejos provenientes de los países de toda la Europa que buscaban esconder sus malas vidas o hacerse fácilmente a la gloria de la fortuna.
Allí se daban cita también, por cantidades, como viajeros pretendientes, los militares de todas las graduaciones que buscaban ir a imponer la ley de los arcabuces y las espadas, como soporte a los Adelantados que desafiaban cualquier lucha por satisfacer sus ambiciones incalculables. Los canteros y los picapedreros, diestros en copiar las fortalezas de los pueblos de donde provenían y dispuestos a empezar a levantar los nuevos baluartes en el otro lado del mundo para que en ellos se volearan con otros vientos la bandera y el escudo de sus Majestades; los herreros toledanos, apetecidos por su habilidad para reutilizar clavos y herraduras que mantuvieran andando a los caballos, entes indispensables para proteger la vida del conquistador. Los carpinteros que sabían de armar, calafatear y reparar las carabelas, único medio conocido para lograr un posible buen regreso. Y los aventureros íntegros, hombres capaces de todo, reos fugitivos; los excarcelados que, al terminar de pagar la pena, preferían alejarse de la sociedad que los detestaba.
Había también en la Sevilla de aquel tiempo, para completar el revoltijo, unas brujas de rango alto, venidas de la Alta Escocia que tenían su casa en el barrio de Triana, en la calle de los Arrodillados, una calle arriba de la del Ayuntamiento; allí vendían a las damas de dinero que se quedaban en el puerto, cuando sus hombres viajaban como colonos, el pasaje nocturno para ir a ver su comportamiento en las naves al estar en alta mar; eran llevadas a pasear por las brujas para que los vieran, desde su escondite en las gavias de las carabelas, cómo salían de la cubierta a las partes más oscuras acompañados por alguna de las zorras, a desfogar la apetencia de sus picardías.
Allí, en esa casa, hospicio de las magas, también programaban aquelarres frecuentes que estremecían a las linajudas mujeres sevillanas cuando sus maridos hacían más altas las horas de la espera, participando de esas bataholas donde refrescaban la vista al mirar a las brujas que mostraban sus encantos corporales.
Caían al puerto rameras de todos los países, eran de todos los tipos y colores. Buscaban oportunidades por toda la ciudad para encontrar un próximo viajero que las quisiera amancebar; traficaban con influencias para falsificar nombres, ascendencias, afiliaciones religiosas o documentos matrimoniales, que les permitían armar concubinatos rápidos. Satisfechos los requisitos para abordar, solo faltaba que durante el viaje satisficieran los deseos de su galán y exhibieran porte aristocrático, así quedaban listas para llegar al puerto del otro lado y merecer el ceremonial que les debían hacer como a las doñas de los futuros colonizadores.
En esa Sevilla aquí descrita, había día y noche abundancia de contertulios, muchos sin oficios conocidos que, en las posadas, en los mesones, en los garitos y en las tabernas, pagados por los vinos abundantes que les ofrecían durante una noche, eran los atizadores de las ganas de viajar al Nuevo Mundo. Estaban dotados con el mejor repertorio de narraciones donde combinaban lo inverosímil, con lo fantástico, con lo maravilloso, con lo quimérico y… con lo mentiroso. Tierras que los esperaban, decían los farsantes, con lugares donde los relumbrones del oro multiplicaban la luz del sol y podían recoger el metal en canastos, cuidando solamente de racionar lo recogido para no romper sus fundillos. Decían de árboles que al herirlos manaban leches espesas, con la virtud segura de ser ellas, el ingrediente faltante para lograr la eficacia del elixir de la larga vida. Hablaban de que habían visto tortugas de tamaño tan suficiente que los hombres podían cabalgarlas a buen paso; de que se lograban paladear frutas de sabor tan agradable, con el poder de hacer coitar con tan grandes desenfrenos, hasta llegar al punto que, al finalizar, provocaban sueños por tres días completos con sus noches.
Afirmaban en esas tertulias, donde explotaban la credibilidad, que se había visto en aquellas tierras reptiles de tal enormidad, que eran capaces de engullirse un caballo grande con esfuerzos mínimos y que, para capturar presas tan grandes, tenían la propiedad de paralizar los movimientos de quien los miraba. Decían, con todos los argumentos para asegurar que eran hechos ciertos, que se había visto allá en las indias, mujeres de una sola teta que, perseguidoras de los hombres recién llegados, los amarraban y solo los soltaban para satisfacerse con ellos hasta el estragamiento y que luego los rotaban entre todas las de cada grupo, hasta cuando los varones caían exhaustos. Mares inmensos, afirmaban, con áreas ilimitadas, pródigas en vientos constantes y fuertes, variables periódicamente en el doble sentido, fenómeno que el buen marinero aprendía a conocer y a ubicar la nave entre ellos en la búsqueda de navegaciones expeditas; eso sí, debía cuidar la vida útil de las velas porque se deterioraban rápidamente, y cuidarse de mantener reforzadas suficientemente las quillas porque la velocidad de la navegación fatigaba prontamente sus maderas. Tales eran, entre muchas, las fantasías que armaban los sin oficio que cundían por los lugares de trasnocho en las calles allende al Guadalquivir.
Otros hechos sociales eran habituales en ese puerto. Cuando tenían noticia de la llegada de alguna carabela, el comentario pasaba por todas partes. Iniciaban los repiques de campanas y los chupinazos cada tanto tiempo, potentes y abundantes para festejar el arribo del que llegaba porque volver con vida de esas tierras era casi un milagro. Desde cuando avanzaba la nao por el Guadalquivir, que a veces tenía navegaciones penosas, hacían el inventario de quienes habían llegado y regaban la noticia en todo el pueblo para que apuraran los preparativos para recibir a quien volvía. Como no eran frecuentes las llegadas y todas eran de viajes sin la esperanza del regreso, tal suceso se convertía en una fiesta de carnavales con rezos comidas, pólvoras y toros.
En casas de familiares, amigos y allegados se armaban las veladas para festejar al recién desembarcado y, por ende, para oírle las narraciones del viaje. Cada que llegaba otro saludador a la verbena, volvía a reiniciar el cuento, de modo que el avance de sus relatos, durante los primeros días era poco. A eso añadían la abundancia de los vinos que liquidaban la atención de los visitantes.
Don Miguel, desde recién llegado a Sevilla, fue simpatizante de las manifestaciones que hacían parte de la vida social del puerto. Su carácter alegre le permitió sentirse bien recibido en los principales mesones. Rápidamente se hizo personaje importante en las tertulias que frecuentaba y sus aportes, muchas veces sobre temas del derecho, creaban discusiones bien interesantes. Conoció todas las disipaciones que engendraban esos escondrijos, casi siempre nocturnos, y fue surtiendo una mixtura de amistades con características bien disímiles, desde las gentes de algún linaje, hasta los negros aventureros de Casablanca pululantes en todos los estratos sevillanos.
Era afortunadísimo el desempeño de Miguel en el trabajo que estaba respaldado por la Casa de la Contratación; todas sus decisiones, en esa época de negocios amparados por la colonización, fueron acertadas, fruto de sus conocimientos en las transacciones comerciales con la Indias; por lo tanto, crecieron abundantes los beneficios económicos; doña Pepa, la mamá, recuperó las relaciones concernientes con su abolengo y disfrutaba de una vida social espléndida, libre de abalorios innecesarios, como la que vivió cuando era soltera, ahora se movía en medio de una cantidad de damas abundantes en belleza y finos comportamientos como era la acrisolada población del puerto.
Con la placidez que le aportó el dinero, llegó para don Miguel una soltura inevitable en los desenfrenos de la vida que lo fueron alejando de su formación clásica y lo contagiaron de las ordinarieces que traían pegadas y engrandecidas los hombres de mar, frecuentadores de la Sevilla que era el punto de conexión entre las colonias y Europa. Su presencia todas las tardes, hasta bien cuajada la media noche en el Chivo Expiatorio, antro de juegos, bailes y licores, de fama citadina muy cuestionada, llegó a redundar en una amistad cercanísima con Susana Urriolabeitia, mujer granadina de belleza imponderable, perseguidora de un traficante de esclavos que, después de algunos meses de relación, la dejó plantada al perderse sin avisarle para hacer otro viaje al Nuevo Mundo. La juventud y los candores aparentes de la mujer frustrada, reunidos con la elegancia y con su pasado ardoroso, fueron los palos que trabaron las ruedas en la carreta de la vida de Miguel Lengua de Vaca, notario mayor de Sevilla, perplejo ante aventuras que no había tenido en su vida. No hubo necesidad de coqueteos o acercamientos, la inercia fue rota por las fuerzas inatajables del gusto recíproco que los llevó a encuentros desparpajados donde disfrutaron de días y noches desbordados en apetencias que repetían sin descanso con el culto del ceremonial erótico a la belleza de sus cuerpos.
Doña Pepa, sintió muy pronto la lejanía del hijo, aunque no le faltaron las ayudas económicas de él, su presencia fue más escasa por la vida aventurera que iba consolidando con Susana. Para la mamá fue una experiencia inesperada que empezó con la afectación de su vida social al estar en boca de su mundillo la vida sin recatos de don Miguel en el medio absorbente de Susana. Vivían en una sociedad pacata donde no rompían con lo tradicional, aunque por todas partes florecieran los amores clandestinos que le daban a los hombres la consolidación de su varonía que era talvez lo que los afamaba.
Muchas fueron las horas que gastó la señora esperando la llegada del hijo que derrochaba su tiempo con la tipa aquella, hasta bien ganadas las horas de la madrugada. Después, a los pocos meses, solo venía a su casa entre semana; a su deterioro físico fue agregando una presentación personal lamentable en contraste con el acicalamiento en que lo mantenía doña Pepa.
Don Miguel, fue absorbido rápidamente por el medio truculento y sin ambages en que se desenvolvía Susana; los escándalos de sus francachelas con los amigos resonaban por toda la gran villa sevillana. Pero, lo más inquietante, era la presencia muy frecuente de ella en la casa de las brujas que hacían sus prácticas clandestinas mimetizadas entre la presencia de algunas damas de la alta sociedad que buscaban las premoniciones de sus amores y las investigaciones del comportamiento de sus maridos, todo combinado con los gritos y las fanfarrias inconvenientes que retumbaban por ese barrio quieto; allá participaba ella como gran maestra de los aquelarres. Nada confundía al enamorado, antes bien, se interesó por las artes brujescas y fue admirador de las capacidades y los conocimientos de Susana.
La vida de Miguel había volteado vertiginosamente; durante los años de trabajo había adquirido un capital importante representado en sus ahorros y, ahora, ante las circunstancias de su vida, quería endosar una buena parte de su dinero a doña Pepa, que le permitiría vivir en la holganza por muchos años. Ya finiquitaba los trámites, cuando empezaron a darse en la señora los primeros síntomas de una demencia senil prematura que hizo abortar los planes y sumir a Miguel en la angustia que le proporcionaba auto sindicarse de la culpabilidad de la enfermedad de la mamá. De todos modos, fueron ejemplares sus cuidados y su interés por buscar y hacer llegar hasta Sevilla a los médicos más reconocidos de toda España para ofrecerle tratamientos especializados. Pero, a pesar de la premura con que la atendieron, los conceptos de varios médicos consultados coincidieron en que, el mejor sitio para la señora, sería una clínica de reposo donde pudieran cuidar su enfermedad que ya iba siendo severa.
Fue un trance doloroso para Miguel, desprenderse de la presencia de la mamá en su casa, ella que había sido su compañera durante toda la vida. Todos los afanes de doña Pepa, estaban dirigidos al bienestar del hijo. Todas las dificultades que sorteó durante los tiempos de pobreza la hicieron crecer en valores, hasta los personales que adornaron su figura de la señora madura que todavía mostraba un físico atrayente.
La enfermedad fue haciendo sus efectos perversos hasta tal punto que en los días que parecía mostrar mayor cordura, cuando él la visitaba, lo rechazaba como protegiéndose de algún desconocido. Él no estaba preparado para soportar ese estado; doña Pepa nunca había presentado síntomas que predijeran la gravedad de sus dolencias.
La situación afectó la vida de Miguel, su trabajo rendía muy poco, aparecieron las quejas de los usuarios de la notaría que sintieron el efecto en el trámite lento de sus negocios de gran volumen de dinero, especialmente los que estaban relacionados con las posesiones de tierras en el Nuevo Mundo por medio de la Casa de la Contratación. Esto empezó a socavar la imagen del funcionario ante los estamentos de la casa real y propagaron sendos comunicados donde llamaban la atención del notario y lo obligaban a su corrección para beneficio de quienes utilizaban los servicios de esa oficina.
Continuó retrocediendo la salud de doña Pepa, los pronósticos médicos, cada vez más pesimistas, vaticinaban su muerte en pocos meses. Miguel, lejano a los vínculos familiares destruidos cuando las carencias económicas que los azotaron en Salamanca, no tenía a quien recurrir ahora, fuera de los amigos incidentales, para aminorar la pena que le causaba la salud de su mamá.
Tuvo algunos encuentros con Susana en medio de citas programadas; pero fue más grande el efecto de su tristeza que algún asomo de alegría por la presencia de ella.
Todavía, meses después, tras la muerte de doña Pepa continuó el desequilibrio emocional de Miguel. Sus días, con más dedicación al trabajo, perdieron la alegría y el optimismo que nacían con la presencia de la mamá. No obstante, en una visita que tuvo de los oidores notariales de la corte, encontraron un magnífico comportamiento del funcionario y le ofrecieron una alta posición en el virreinato de Lima. Habían investigado su vida y conocieron sus estudios fehacientes sobre el tratamiento que debían dar los colonizadores a los habitantes de las regiones conquistadas. Ese gran estudio había llegado hasta las manos el rey quien no dudó en calificarlo como una obra maestra que debían conocer y poner en práctica, so pena de cárcel, castigos y hasta la muerte, para quienes lo violaran o infringieran. Su trabajo debía empezar en ese virreinato, pero debía extenderse, con el cargo de Oidor, por todas las regiones descubiertas, debía dar informes bienales, directos al rey, para lo cual tendría audiencias especiales de varios días.
Este ofrecimiento era de aceptación obligatoria para Miguel porque estimulaba, aunque tardíamente, su trabajo concienzudo sobre el asunto realizado durante varios años cuando era estudiante en Salamanca.
La aceptación de este cargo lo obligaba a viajar en tres meses, a mediados de septiembre en la carabela la Impetuosa, de la que desde esos días estaban refaccionando sus maderas y montando velamen nuevo, completo, que resistiera los embates de los vientos del Nuevo Mundo por la época de los huracanes en el Atlántico.
Volvieron los encuentros frecuentes de Miguel con Susana, durante un mes mantuvo en silencio con ella su proyecto de viaje a las Indias. Cuando le informó, ella desató un gran escándalo, estimulada por algunos vinos. No aceptó que viajara sin ella. Sintió el complejo de que era por su vida libertina y por su condición de persona que no encajaba en la acrisolada sociedad virreinal de Quito. Todas las veces que estuvieron juntos antes de la partida, fue más clara su desaprobación con el ingrediente de su cólera. Para él, la compañía de ella sería una mácula para su prestigio. Entonces, siguió en su decisión y pasó los últimos días en tierra firme evadiendo su presencia.
El itinerario de los viajes de las embarcaciones al Nuevo Mundo dependía de la solución de todos los percances, de ahí que la puntualidad estaba proscrita. Esta nave pudo estar lista para partir a finales del mes de septiembre, más precisamente el día 18 que era lunes y, ese día, quienes la abordaron fue después de que oyeron misa y comulgaron. La tranquilidad de Miguel, a pesar de sus tristezas, fue interrumpida, poco antes de embarcar, por la presencia de Susana, en la puerta del albergue que estaba en el camino al muelle donde atracaba la carabela, ella lo miró con ojos ajusticiadores.
Zarpó el barco, recorría el Guadalquivir con solemnidad porque los vientos eran mesurados, enrumbó al Mediterráneo, por él hasta el Atlántico y luego hasta la Gomera, en las Canarias, donde aprovisionarían el agua para todo el recorrido, recogerían algunos víveres y estarían listos para emprender la travesía incierta del océano.
Los días en el mar abierto eran calientes y las noches con una frescura primaveral que invitaba a permanecer en la cubierta estrecha y desprotegida hasta las horas de la madrugada, compartiendo algunos vinos entre los amigos que el viaje iba consolidando, aparecían los buenos conversadores que tornaban agradables los ratos de la noche y los ejecutantes de guitarra que algo le restaban al tedioso y monótono crujir de las maderas en su encuentro con las olas; las velas permanecían enarboladas y aprovechaban los buenos vientos que soplaban constantes y favorables, ese viento se palpaba en la cubierta y hacía dudar de su llama a los mechones de parafina. Eran alegres esas noches, invitaban a los parloteos entre los que iban siendo más amigos. Miguel, conoció a una vallisoletana de garbo hermoso, esplendente, con mirada arrobadora, que también iba para el virreinato de Quito. Viajaba sola, desde la tercera noche entablaron conversaciones animadísimas que consumían la parsimonia de la navegación uniforme, a las altas horas se despedían y él la acompañaba hasta el camarote de las mujeres.
La noche del día nueve de navegación estaba estrellada, el viento transitaba en calma y las velas infladas movían la nave con cadencias suaves; los contertulios llegaron a intervalos, después de recibir la cena en el turno que les correspondía, a tomar los sitios de costumbre y a emprender las conversaciones mezcladas con las risas que festejaban el informe del capitán con el avance normal de la navegación hacia Panamá, primer puerto de destino. Ya había habido tiempo, entre los viajeros pudientes, de paladear algunos vinos que les vendían en la bodega, surtida hasta donde permitía la capacidad del barco. Miguel, charlaba alegremente con su amiga, Monserrat de Urbina. que era el nombre de su compañera de viaje, como las noches anteriores; mujer enigmática de coloquios con respuestas encontradas, todo en medio de una gran sonrisa que cuando la hacía parecía hacerla con toda su cara, que tranquilizaba y seducía con su cuerpo de proporciones impecables; los dos miraban con atención el comportamiento de las partes movibles del barco y entre uno y otro trago admiraban los efectos del viento sobre las velas y no escapaban a la sorpresa de la negritud de la noche con el adorno del estrellato. Estaban sentados a babor más o menos en la mitad de la cubierta en tablonaje, cerca al palo mayor, repetían sus miradas a las velas preñadas de su esfuerzo contra el viento y había buenas y constantes risas por algún comentario que entre ellos se atravesaba. De pronto, como anunciando un reto, ella le dijo a Miguel que deseaba burlar la vigilancia de la tripulación, y quería subir hasta el carajo de ese palo mayor. Ella le dijo que el espectáculo que ofrecía el mar desde esa altura debería ser inmenso; la luna llena le regalaba al océano los reflejos que convertían el agua en una sinfonía de colores. Miguel, consideró atrevido el deseo de ella, pero discurrió que no era imposible el intento porque a diario veía subir y bajar a los hombres de mar en sus revisiones periódicas al velamen. Hubo algunos momentos de silencio compartido. Ella propuso que subieran los dos. Él evadió la propuesta aduciendo ser temeroso de las alturas y susceptible a los mareos. Intercambiaron más palabras con las que construyeron anécdotas. Sin comentar nada más y sin despedirse, salió ella intempestivamente a satisfacer su antojo y, en segundos, Miguel, vio esa silueta de mujer espléndida, aparecida hasta donde podían inventar su sombra los mechones de parafina; a poco ya no la veía más porque, aunque la noche era clara, aparecía la sombra creada por las velas y por los cabos que subían y bajaban de la gavia. En ese momento, volvió a las carreras a la memoria de Miguel, la figura exacta de Susana cuando la vio en su tránsito hacia el puerto, con la mirada fría y la sonrisa mentirosa que nunca adivinó. Sus pensamientos vagaron sin control por todos los escondrijos donde estuvo con ella y por sus aventuras en la casa de las brujas. Los recuerdos enloquecieron sus razonamientos, quedó quebrada su paz en la noche que avanzaba.
Miguel, no se movió del punto por un buen tiempo, se le fueron algunas horas mirando con insistencia hacia el palo mayor, con su cálculo en el punto del remate tras la búsqueda inútil de la cesta que en la jerga marinera llaman el carajo, pensaba que pronto aparecería Monserrat, después de haber satisfecho su deseo de ascender hasta esa altura.
Pasó otro rato, empezaron a sucederse en él los conflictos creados por el compromiso tácito de la amistad recién establecida y con la afectación mayor por la repetición de sus pensamientos en Susana. Surgieron en su cabeza todas las dudas por lo que le hubiera sucedido a Monserrat: desde algún enredo en los cabos que componían los amarres de las velas hasta un vértigo que la imposibilitara o alguna ráfaga de viento que la hubiera precipitado al mar. No aguantó más su incertidumbre, quería saber qué había sucedido. Se levantó de donde estaba, se quitó el saco y el sombrero y salió a buscarla; al empezar el ascenso pegado a los cabos del palo mayor repitió con repetición obsesiva su pensadera en Susana cuando la vio ese día cerca al muelle, cuando ella rearmó la mirada compuesta con el añadido de una sonrisa floja; aquella mañana él salió a embarcar con la tristeza redoblada. Sin pensar más porque el miedo lo invadía en progresión que lo temblaba, ascendió con fuerza por ese palo mayor hasta cuando se perdió entre las velas, los cabos y la noche. Todo el ambiente abajo estaba lleno por las conversaciones intrascendentes y suaves de los que todavía quedaban en la cubierta, aunque ya era más de medianoche.
Solo cuando abrió el otro día se dieron cuenta que ella y él faltaban en el pasaje. La navegación iba apenas por el día noveno. Nadie los volvió a ver jamás.
Javier Gil Bolívar. Septiembre 11 y 2021