Crónicas del pueblo
Oíste, hombre, poeta Jorge Rojo, hace unos meses trajiste a cuento en tus relatos sustanciosos a don Carlos Pérez Berrio. A raíz de eso, he vuelto a quitarle el candado al cajón de los recuerdos y voy a intentar algunas palabras que agreguen algo (que todavía queda faltando mucho) a la admiración que no dejamos de profesar a tan querido maestro.
Conocí a don Carlos, hace bastanticos años. Yo iba a Cuerquia donde estuvo el origen de nuestras estirpes, cuna de mis primeros amores. Yo iba allá con la frecuencia de las vacaciones y era común verlo en el pueblo durante las fiestas, navideñas especialmente, en el café Social, donde yo ayudaba, de vez en cuando. Lo recuerdo más porque reunía una buena camarilla de amigos donde, cuando el quorum estaba, desataban unas carcajadas que hacían morir a uno de la envidia por participar de las risas o al menos por saber de qué o de quién hablaban.
Más después, pasados otros años, también en vacaciones, era común verlo en el quiosco o en el café Social: llegaba siempre con un libro bajo el sobaco que lo embebía en la lectura mientras despachaba el primer café, cosa que coincidía con la aparición graneada de los amigos; al poco rato el libro perdía su oficio cuando llegaban los tertuliantes espontáneos y armaban las algarabías amables con el acompañamiento de los tintos y, de pronto, con algunas copas del que hace “auroras de la noche y noches de la mañana”.
Todavía más después, también cuando vacacionaba, lo veía amangualado con mi primo, Aníbal; de ellos era asidua su presencia en los caminos de San Miguel, la Chorrera, el Hoyo, Los Naranjos, San Andrés, San José, e intermedias, por allá iban tras el desfogue de sus coqueteos a las del bello sexo, entre las cuales bien gozaban de las sonrisas acogedoras. Así discurrían sus días de jolgorio, y hasta eran agradables todas sus “soltadas de la gata” porque, sin hacerle mal a nadie, sin provocar trifulcas, se daban respiros a los ajetreos cotidianos de la vida y no dejaban de tornarse graciosas las ocurrencias que hacían o que les hacían durante esas licencias que se daban.
Yo estaba en el colegio San Luis, cuando merodeó el comentario de la llegada de don Carlos a dirigir el quinto elemental y, por supuesto, a dictar clases en los grupos que le asignaran. Venía precedido de la fama de haber sido uno de los normalistas más brillantes de su promoción. Hasta me alegré, porque ya tendría un conocido de la familia entre la plantilla profesoral y, de pronto, ¿qué va a saber uno? me podría dar remolcaditas para llegar a ganar sus materias en las cuales, como escribió el profeta Gonzalo Arango: “pasaba dejando pelos del alma en los alambrados del honor”.
Es fácil encontrar en la devolución de la memoria a la figura joven de don Carlos Pérez, posesionado como profesor de bachillerato. Desde su llegada al colegio hizo derroche de capacidades intelectuales y pedagógicas que fueron creando ese halo de admiración que ha traspasado la duración septuagenaria. Los que participamos de sus clases somos unánimes en la admiración, aunque no coincidamos en cuál de las materias que dictó era más fuerte; pues, tenía para todas las asignaturas aportes mayores de los que requerían las explicaciones, habidos y fundamentados en sus lecturas, a las cuales ha sido un adicto irredimible. Sería difícil ponernos de acuerdo, porque en todas las materias que dictó hizo gala de una capacidad pedagógica admirable. En sus clases de matemáticas, por ejemplo, era pródigo en las explicaciones, trabajaba las preguntas con respuestas claras, precisas, con la seguridad de quien había gastado buen tiempo en la preparación de los ejercicios; en las ciencias naturales, saltaba por encima de los protocolos curriculares para ampliar los conceptos que hacían más generosos los conocimientos. En la geografía, sí que aportaba nociones más amplias, apoyado en su actualización de los temas. Y en la historia, con su virtud de gran lector, traía anécdotas y ampliaciones a los sucesos que le daban mucha vida al tema con los acápites que aportaba. Hasta tenía suficientes habilidades docentes para la educación física, materia que impartía con estilo. Ahí dejaba ver sus capacidades deportivas, como en la práctica del baloncesto, donde admirábamos su técnica y su elegancia para el juego.
Era exigente en las evaluaciones, por eso, los conceptos aprendidos de él han sido durables en el tiempo. Yo sufría los estragos de la pereza para darle trabajo a la memoria, de la cual he sido un gran favorecido, y recurrí al juego bajo de los pasteles. Recuerdo, ¡qué pena, que vergüenza! que, en vez de estudiar, le gasté mucho tiempo a la preparación de un artificio para realizar las trampas. Armé la “máquina” con dos carretes de rollos de fotografía Kodak120 donde tenía envueltas unas tiras de papel mantequilla empatadas con engrudo, donde iba almacenando los datos más importantes; carretes que podía hacer avanzar o retroceder con un pequeño motor viejo de grabadora alimentado por dos pilas. Lo podía accionar por medio de un interruptor conmutador y, en el punto donde lo necesitaba podía encender un bombillo de linterna que me permitía leer a través de una rendija amplia que tenían nuestros pupitres. Ya había tenido éxito con mi invento en varias oportunidades. Los exámenes pasaron de las calificaciones mínimas a los cincos ponderados. Hasta, don Carlos, me había exaltado desde su estrado. Y he aquí que un día, un negro día ¡día nefando aquél! sucedió la desgracia de un problema técnico y tuve que levantar un poco la tapa del pupitre para solucionarlo. No me había dado cuenta que el profesor estaba detrás de mí. Cuando vio el reflejo del bombillito me hizo levantar la tapa del todo y procedió a iniciar la investigación detallada. Para rematar, me soltó una catilinaria que todavía me hace flaquear las piernas y que concluyó más o menos en los siguientes términos: “Claro, hombre que, si ésta fuera una clase con una materia de electricidad, con ese proyecto hasta lo hubiera eximido del examen final. No siendo esta una materia técnica, a la salida de la clase va conmigo a la rectoría” Con esto quedé castrado por siempre para cualquier intento de emprender inventos para el pasteleo.
Venía diciendo en esta crónica de lo afortunadísimas que fueron las clases que dictaba don Carlos de las distintas asignaturas. Hasta recuerdo, alguna vez que nos preparábamos para unos retiros espirituales (siendo él el director del grupo), que se fajó unas reflexiones alrededor de la carta de san Pablo cuando les hablaba a los atenienses del Dios Desconocido, sus palabras sorprendieron a quienes lo escuchamos.
Como normalista, aventajado que fue, don Carlos, buscaba informaciones prácticas para ofrecerles a los alumnos, que les sirvieran en el comportamiento social en su futuro; gastó varias clases para explicarnos cómo debía llevarse un saco y una corbata, por su enseñanza aprendimos a realizar los nudos perfectos; también nos enseñó prolijamente el comportamiento en la mesa y en los eventos sociales.
Don Carlos Pérez, hombre de grandes valores como esposo y padre, disfruta ahora en los cuarteles de invierno de los resultados de una vida ejemplar, con aportes suficientes a la docencia. Sus alumnos, una gran mayoría, reconocemos espontáneamente que tuvimos un profesor de cualidades excelentes, si no lo supimos aprovechar es otro cuento.
Javier Gil Bolívar, mayo y 2022