No he podido olvidar a los sastres de mi pueblo; especie en extinción irremediable que se llevó, con el acabose de su trabajo, el lugar ―la sastrería―, donde, si las palabras levitaran, las de ellos y las de los visitantes tendrían el mejor ambiente.
Los sastres, con los peluqueros y los zapateros ― personajes que pueden conversar mientras trabajan―, formaron clase aparte, por sus características especiales, dentro de los artesanos comarcanos. Sacaron tiempo, o mejor, añadieron tiempo a sus labores para manosear las anécdotas, agrandar los chismes, y conocer, antes que ningunom los sucesos y las historias populares, atizándolos con el combustible de las acotaciones personales, exageradas y comentadas, con reticencias y abundancias, en proporción directa con la locuacidad habida en el caletre parlanchín del que llegaba.
Entre estos trabajadores, el gremio de los sastres constituía una cofradía distinta. Ellos, hacían del local de su trabajo un tabernáculo donde acudían oficiantes espontáneos ––cuasi lenguaraces–– a recoger o a prodigar las habladurías, llegadas a nutrirse, o salidas de cebarse en ese espacio laboral que también servía para el pastoreo de las palabras.
La sastrería, era entonces, el sitio donde concurrían, sin ninguna convocatoria, los que aportaban el material hablado que servía, de algún modo, para alterar la modorra rutinaria del pueblo.
Allá había sitio para asilar los dimes y los diretes, casi en cualquier momento: en la mañana, en la tarde y parte de la noche; todos los días, menos los domingos después del mediodía y luego de haber entregado la obra; esas eran horas que aprovechaban algunos, con ronda de amigos, para dar una vuelta por el pueblo; hacían estadas en ventorros estratégicos de donde no salían sin aplicarse un trago del niquelado que, sumado con otros y otros, los hacía estar a la hora de nona, muchas veces sin completar el recorrido, cogidos por una ebriedad tan espantosa que debían regresarlos a sus casas, conducidos por manos misericordiosas o terciados en hombros como un corte de paño.
En las sastrerías se hablaba de todo, allá circulaba con prontitud lo sucedido en el pueblo: ordinariamente registraban al recién llegado con las particularidades de su ascendencia y con los motivos para haber venido; se daban cuenta, primero que nadie, del arribo del nuevo alcalde, de la maestra, del cura, del estanquero, del boticario, del reemplazo del telegrafista. Y al que se iba, también le hacían el prontuario con el porqué de su partida y con los sitios probables de su itinerario.
Cuando se desataban los escándalos en las familias del copete, y en las otras más aún, los comentarios discurrían por esos lugares con tránsito expedito. El que los traía hacía el anticipo de la fórmula de rigor, decía: «lo que les voy a contar será con la condición de que nadie lo diga» y, concluía con otra aclaración rutinaria, repetida varias veces: «nada de lo dicho me consta; por mi honor, solo he contado lo que me contaron». Muchas veces, las personas aludidas eran distintas en la segunda o tercera versión del chisme ––ya desamarrado, ya salido del local––, al coincidir o al equivocar nombres o apellidos citados. Entonces, así quedaban incluidos en el cuento quienes nada tenían que ver con el asunto.
Los sastres se apropiaban (por derecho irrenunciable) de las cuestiones políticas; extendían los comentarios, sesgándolos por el lado de sus criterios partidistas. Cuando el gobierno en ejercicio no coincidía con su opinión, todos los días fraguaban desde sus máquinas de coser las estrategias para el golpe de estado perfecto, golpe que amanecía abortado en medio de sus maldiciones multiplicadas. Los politiqueros de sus afectos eran glorificados con las virtudes encarnadas en ellos. Pero a los del partido contrario les asignaban la paternidad de todos los males y crímenes conocidos o inventados.
Los sastres también tenían tiempo para colarse, más allá de sus linderos, en los asuntos religiosos, de tejas para arriba, que dicen, pero esas ideas las desentrañaban a sottovoce, muy pasito; entre el círculo de los curas ya les tenían a algunos la cuerda pisada, con la tácita advertencia de la excomunión reservada para los verbosos.
Manejaban los hechos internacionales infestados con liviandades extremas: tenían la versión personal de las informaciones con la pronunciación miserable para los nombres de los protagonistas, en medio de confusiones de la ubicación por el desconocimiento geográfico.
Metían el diente en los comentarios sobre los eventos deportivos. Sus conceptos sobre los jugadores eran ex catedra, y al lado del calendario que exhibía a la modelo de curvas olímpicas, en el anuncio de los jabones, estaban pegados los recortes de prensa con el equipo de sus amores o con los ciclistas de sus simpatías, papeles que permanecían en la pared hasta cuando los atacaba la amarillez traída por el tiempo.
¡Sastres de nuestro pueblo, protagonistas de leyendas remarcadas o enmarcadas en la memoria!
Todavía recuerdo a algunos sentados en el taburete bajito, donde cosían las bastas, a punta de aguja y dedal, en los sacos, la obra más costosa, que detenían el oficio para oír mejor lo que decía el recién llegado, mirándolo por encima de los espejuelos bifocales caídos sobre la punta de sus narices.
O aquellos otros que mantenían desatada o desasosegada su libido y al pasar alguna muchacha bonita por su acera, ―de generosa minifalda, ella―, tiraban a un lado la costura y rápido, sin el menor impedimento, de un brinco, ―saltando por encima de lo que hubiera―, caían a la puerta a gastar miradas, cual corderos degollados, extasiados, pensativos, deseosos, y su regreso lento al trabajo solamente se daba cuando la chica había doblado por la esquina.
O aquél, de más allá, que muchas veces al terminar de coser el pantalón de cualquier parroquiano, lo empeñaba. Y al llegar el interesado a reclamarlo, le salía, el muy marrullero, con la sorpresa de que lo que le tenía para estrenar era la boleta del montepío.
Nuestros sastres no hacían horarios de trabajo regulares. Unos fueron madrugadores: cuando abría el día ya barrían el local y tenían la música y las noticias de la emisora que en la mañana sintonizaban mejor los radios del pueblo, emisora con la cual don Guillo, por ejemplo, el de la sastrería en el marco de la plaza, llenaba la tal plaza con resonancias populares. Otros se permitían una agenda de trabajo manguiancha, no sabían de premuras para llegar; estaban —eso es, al menos estaban— hasta horas indeterminadas de la noche y con frecuencia, hacían el remate de la jornada con el adobo de algunas copas traídas del café vecino. Y con el anisado y sus efectos, a veces excesivos, se veían en calzas prietas para acertar con las llaves en los huecos de los candados, al cerrar las puertas.
Algunos sastres del pueblo también estuvieron tocados por las habilidades musicales, las interponían con su oficio jalándole a los acordes, como integrantes de la banda municipal. Había entre ellos trompetistas y clarinetistas; uno que tocaba el trombón de vara, otro el corno y el del bombardino, y uno más, creído maestro virtuoso al soplar la tuba, de oído; así mismo el de los platillos y el del bombo, con el muchacho aprendiz de costurero, quien debía llevar el instrumento a la espalda, suplicio obligado durante las procesiones. De ahí que en las sastrerías fueran comunes las tertulias musicales espontáneas y también las mil repeticiones odiosas y entrecortadas que hacía alguno de los alfayates, tratando de sacarle notas a una composición con bemoles en una partitura remendada, para interpretarla en la retreta del domingo o, de pronto, para incluirla en el repertorio para las ceremonias de la Semana Santa, cuando eran más frecuentes los ensayos.
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La memoria cuida con entusiasmo la figura de aquellos sastres que, en su balcón de adultos, se asomaron a nuestra infancia y desde allí quedaron retratados en la máquina de los recuerdos. Don Miguel (Tortugo, para hablar de él como le decían), era nuestro diseñador y asesor de imagen. Esa fue una época en la cual todos los pantalones de dril se mandaban a confeccionar, después de los pasos habituales tenidos en cuenta para lograr una buena manufactura.
Comprado el corte, de color igual para todos los hombres de la casa, las mamás lo lavaban para quitarle los aprestos y para que el encogimiento no sucediera cuando ya estaba hecha la costura.
Entonces, cada vez que las circunstancias me permitían estrenar pantalones, iba con los cortes planchados donde don Miguel Tortugo,para la verificación de las medidas; como estaba creciendo, siempre eran distintas.
A la hechura de los pantalones, también pueden agregarse otros recuerdos que particularizaron las actuaciones de aquel sastre; esas evocaciones hicieron su nicho en la memoria y el tiempo aún no ha podido echarlas por los rodaderos del olvido…
Como ya creía tener establecida una relación como cliente con don Miguel Tortugo, me pareció normal recurrir a él, por allá cuando fui a construir mi primera catapila*, juguete que me obsesionaba desde algunos días. Había logrado conseguir el cabo de vela, el resorte y el pedazo de alambre dulce, pero la parte más importante, el elemento vital, era la carreta de madera. Mi sastre sería la persona que me la podía proporcionar.
Un día, a la salida de la escuela, después de haber pensado durante la jornada cómo le argumentaría a don Miguel para evitar que saliera con alguna disculpa, haciéndole notar, ante todo, mi calidad de cliente, resolví abordarlo en la sastrería. Con las ideas preparadas, cogí la ruta que me llevaría donde él, desertando de las calles para ir derecho a la casa. Llegué al lugar de su trabajo y, ¡oh maldición de todos los dioses!, estaba cerrado. Como era lunes, la turca que se amarró el domingo había dejado al sastre sin alientos para trabajar. Me contó una empleada de la notaría que laboraba en el local de enseguida.
Entré a la casa con la impaciencia rebasada. Ni tuve ganas de comer y, esa tarde, varias veces, entre el repaso de las lecciones, no podía más que mirar con amargura las partes listas para la catapila.
Volví el martes a la misma hora. Al saludar a don Miguel, con una sonrisa amplísima, correspondiente al agradecimiento anticipado por el regalo de la carreta, su respuesta fue de una frialdad tan grande que me produjo un desconsuelo casi paralizante: esa repelencia no era usual en él cuando yo mandaba a confeccionar la ropa.
Estaba pedaleando en su máquina Singer y cosía la pernera de un pantalón oscuro, se fumaba un cigarrillo Pielroja y lo mantenía en la boca, aunque estuviera hablando. Un mechón de pelo era habitual sobre sus ojos, recurso que parecía usar para no verme. Por momentos, lo vi levantar un poco la cabeza, pero no sabría decir si me miraba. Después, al reponerme de mi angustia por su apatía, empecé con todo respeto y humildad a exponerle los argumentos, pensados previamente, y cuando abordé la palabra carreta, me dijo, sin dejarme terminar, con su genio desbordado: «No hay carretas vacías para darle a nadie; la próxima en desocupar es la que está puesta en la máquina —con hilo negro—, y ya la tengo comprometida. Cuando la acabe, voy a gastar otra con color kaki y esa podría ser para usted. Fíjese, al pasar por la acera, en el hilo montado, así no tendrá que entrar a interrumpirme el trabajo».
Las últimas palabras se las dejé en el aire. Salí con mi ego lesionado profundamente, pero no le di tiempo que lo notara. Hasta balanceaba con mis entendederas la posibilidad de no volver a darle otra oportunidad para sentirse importante con sus malditas carretas.
Tal vez había transcurrido una semana desde aquel incidente; a toda hora pensaba en lo mismo. Algunos días intenté pasar por allá, pero cuando iba en ese rumbo, lo que me quedaba de orgullo personal, me impidió llegar. Después, dos veces, tal vez, ya en la cuadra de mi casa, me devolví y estando cerca al local del sastre también desanduve el camino.
Pero vinieron los días de la debilidad incontrolada y pudieron más las ganas de poner a funcionar la catapila que todo mi honor. No fui capaz de resistir a la tentación de buscar y encontrar la parte necesaria para armar mi juego.
Volví a rondar por la sastrería, pero pasé rápido, sin dejarme ver. No obstante, pude mirar y comprobar que continuaba cosiendo con el maldito hilo negro. De ahí en adelante, casi todos los días, a la salida de la escuela, discurría por la acera al frente del local, él seguía usando en sus costuras el mismo hilo.
No tenía otra alternativa: cuando comentaba mi proyecto, era común oír decir a los amigos que los sastres del pueblo mantenían disponibles las carretas vacías solamente para sus clientes o amigos; eran muy solicitadas por los muchachos, con ellas hacían varios juegos. Algunos compañeros que las rebuscaban y luego las vendían, podían cobrar treinta centavos por cada una, cifra salida del alcance de mi presupuesto paupérrimo.
Suspendí algunos días mis caminadas por la sastrería; ya me sentía pobre de paciencia para tolerar los posibles desplantes de el Tortugo.
El día que decidí arriesgar mi amor propio, pensé pasar raudo, sin mirarlo, estaba seguro de que ni siquiera había montado en la máquina el hilo kaki.
Pero, cuando iba por su acera, despacio, como en la mitad de la puerta, con todos los sentidos en alerta ¡oh sorpresa!, logré oír un silbido, y al mirar me di cuenta que era para mí, me llamaba. Entré, y él con aire de gran suficiencia, después de colgarse el metro en el cuello porque hacía trazos en la mesa de corte, fue a la máquina de coser, abrió uno de los cajones laterales, sacó algo, lo cerró con brusquedad y me entregó dos carretas, mirando para otro lado. Solamente me dijo: «¡A ver si no jode más!». No obstante, mi reconocimiento fue rotundo y eterno. La emoción, únicamente me prestó alientos para decirle tres palabras: «gracias, don Miguel». Y salí corriendo.
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No se puede desconocer que las sastrerías de nuestro pueblo fueron también el gran refugio de los proscritos del trabajo. En ellas encontraban amparo regular los ricos en tiempo libre, y en la parla abundante y festiva de los dueños, descubrían un buen calmante para sus iliquideces persistentes.
Como los sastres eran, entre los contertulios, los moderadores principales del tema en discusíon, no pocas veces embargaban su atención, embelesados en lo que decían, procediendo a echarle tijera al corte de quien no eran las medidas o, al descuidarse con el tiempo y con el calor de la plancha, ésta aparecía calcada en la prenda que, con el chafado quedaba inútil.
Llegó el gran avance tecnológico y se posesionaron las estrategias comerciales. Inventaron los diseñadores, quienes, a su vez, engendraron los vestidos de marca, los que, en la competencia frenética, acabaron con el oficio del sastre que trabajaba en su local y hacía parte de los personajes regionales. Esa labor fue condenada a realizarse en el encierro de los complejos fabriles, donde ahora se hace el reparto de las tareas en un ambiente estéril para todo lo que antes se cosía en las sastrerías de los pueblos.
La figura del sastre ha pasado a ocupar los ámbitos del recuerdo y el local, lugar lleno de anécdotas y depositario de la picaresca regional, se ha ido con la plancha de carbón y con las herramientas vetustas y sencillas, propias de aquel artesano del vestido, a cumplir con la pena del destierro, per omnia saecula saeculorum, decretada como consecuencia de los nuevos preceptos tecnológicos y comerciales.
Javier Gil Bolívar. Noviembre y 2019.
Motivado por la lectura recordé que siendo adolescente no entendí una pregunta del sastre que me estaba haciendo un traje. Quería saber de qué lado «cargaba» yo. No supe contestarle y el sastre no insistió. Si hay algún experto en arte textil tal vez sepa aclararme esta duda que ya lleva sesenta años.